Casi no recuerda las fechas. Es que los años han ido pasando sin piedad por su cuerpo y sobre todo el tiempo le ha ido alejando de los lugares donde fue feliz. El tiempo y la distancia se han ido fundiendo en este mundo donde las palabras se han vuelto virtuales y nadie, literalmente, recuerda el sonido de su voz.
No es que tenga una vida miserable. Para nada. Vive cerca del mar y vivir cerca del mar es levantarse para oler el viento y la sal. Su trabajo es bien pagado, tiene ahorros y no tiene enfermedades graves.
Hay poco de dolor en su vida y quizá lo único que le inquieta es que no se ve como esta historia puede terminar. De alguna manera haber combatido tanto a la muerte y la desaparición condujo a la humanidad a un callejón sin salida.
Hace algunos años el ministerio de sanidad (que por cierto es transnacional) se dedica a garantizar las condiciones de la muerte de los ciudadanos, la que es una elección en su vida. El mismo -como juez- autoriza todas las semanas varios testamentos vitales que indican que el titular del derecho prefiere ponerle fin a sus días de manera limpia, impersonal y justificada. Muchas empresas venden el servicio de una despedida lo suficientemente melancólica y teatral para luego dirigirse a unos edificios en parte servicio público y en parte emprendimiento que sólo tienen oficinas a partir del piso seis para dar la idea de altura y poder mirar desde sus ventanas las nubes infinitas que les rodean, y literalmente, recibir una inyección letal.
También hay limpios programas de salud pública y asépticos funcionarios que se encargan de darle forma al deseo y si, así se pide, van donde el titular esté (sobre todo cuando este no puede moverse) y fin.
La muerte se fue volviendo cotidiana. Recuerda que en la generación de sus bisabuelos flotaba una idea similar. Con las guerras del siglo XX, y los escasos avances de la medicina de esa época, era común que algún niño pequeño muriera de una fiebre. Los padres sufrían como es debido pero tenían muchos niños más por los que velar y no era tan extraño ni tan curioso llevar el luto intempestivo que ofrece la muerte cuando el que se muere no debía irse tan pronto. Hacia finales del siglo XX y durante comienzos del XXI la muerte se convirtió en un esfuerzo sorprendente. Las sucesivas pandemias azotaron esta intuición, pero la humanidad de organizó una y mil veces para no morir.
Ahora nadie se moría o todos tenían una idea sobre morir que daba por entendido que esto se podía, de algún modo, evitar. Sorpresivamente la gente dejó de morir de una manera cotidiana. Las familias no tenían guerras donde los hijos se fueran a morir por el honor de una bandera.
Y las enfermedades empezaron a quedar a raya al menos considerando que eran pocas las fiebres que mataban gente. Bueno, eso en occidente o en el mundo conocido del capitalismo occidental y oriental. Porque en África escaseaba el agua, la medicina y la vida. Allí todo siguió igual y la gente se siguió muriendo con la suficiente recurrencia como para que muchos africanos se lanzaran al mar en embarcaciones muy débiles para intentar llegar a Europa.
Lo único que no se terminó fue el dolor, fue la pena. Alguien desaparece y aún quedan personas que no pueden con el dolor. Las emociones han sido sin duda el objeto de estudio más intenso de los últimos años y lo que más preocupa a quienes, como él, imparten justicia. Mucho antes incluso de esta vida de pantallas y servicios virtuales, el ideal de la decisión en materia de hechos era objetivo: había que desplazar todo rastros de subjetividad, combatir a los prejuicios, dejar de lado los estereotipos.
La humanidad se ensañó con el amor, el dolor, la envidia, el deseo y la rabia. Fenómenos que tienen lugar en el tiempo y en el espacio.
Antiguamente la atención estaba en las relaciones humanas, entonces, había listados de hipótesis o casos que permitían sostener que concurrían algunas emociones y por tanto no se podía juzgar a ciertas personas. Se llamaban causales de implicancia y recusación. Relaciones de parentesco, pronunciamientos previos, odio, amor, amistad, enemistad, de todo había implícito en un listado de situaciones que impedía que se juzgara, de manera imparcial, algo.
No era así ahora. Ya no puede darse por supuesto que el padre tendrá preferencia por los intereses del hijo y no toda relación de amistad nos hace perder la cabeza. No podía confiarse, sin más, en esa clase de generalizaciones empíricas.
Ahora simplemente se identificaban en el juez o jueza la presencia de ciertos niveles hormonales ante las partes y con ello, se le podía inhabilitar. Pero no era una discusión entre personas, era una máquina que medía justo antes y durante el trabajo en un caso la presencia de cortisol, por ejemplo. Si los niveles de cortisol eran demasiado altos se le recomendaba al juez simplemente descansar o cambiar de caso aleatoriamente debido a que experimentaba angustia o estrés.
Si lo que se presentaba era un aumento exagerado de endorfinas se desconfiaba de la empatía con alguna parte o con el caso y por ello había algo así como un bienestar subjetivo en el juzgador. Mucho placer es siempre sospechoso.
Niveles inusitados de dopamina podían hacer aconsejable que el juez no continuara con el caso porque la rabia contra algo o alguien podía tomarse su decisión. La rabia era energética pero implacable en su miopía.
Fueron años de discusiones sobre sesgos, sobre objetividad y sobre descontrol. El descontrol de las noches de verano con ella le recordaban precisamente el problema. ¿Cuántas decisiones que calificaría como estupideces había tomado por ella? El hecho mismo de pensar que esa relación pudiese tener lugar era ya irracional.
Algunas tardes recordaba el olor de su pelo mientras se secaba al sol. Y volvía de golpe a esos veranos donde todo podía cambiar, donde el destino se podía torcer, y la vida convertirse en una huida permanente. En esos momentos en que ella le decía que podía ofrecer la vida y todas las promesas por un instante siquiera de quietud entre los dos.
Pero nada pasaba. Nunca. Volvían ambos a sus lugares de trabajo, ni siquiera se dedicaban mensajes cariñosos durante meses. Sólo se volvían a ver una y otra vez y perdían siempre el control. Pero cada vez fue más una coreografía. Cada día fue más automática la respuesta hasta que toda la energía se agotó.
Pasa el tiempo y el recuerdo se va volviendo borroso y lo que hacían o lo que pensaban hacer caducaba a sus pies. Sus planes amorosos correspondían a un mundo que había dejado de existir. Se vio reflejado en la ventanilla del auto y recordó que sin electricidad sí que se acaba el mundo.
– ¿Falta mucho?
– Su pregunta es muy vaga magistrado…
Llevaban un par de horas sobre el automóvil y el funcionario automatizado conducía sin dar lugar a ninguna clase de pérdida de tiempo. No conversaba y parecía concentrado en mantener el curso del auto. Pudo mirarlo con calma y pensó que era difícil determinar que no era exactamente un humano. Sin duda, era una máquina programada pero quizá, hace algunos años era un humano que se sometió a un programa de adaptación. Allí, partes de su cuerpo fueron reemplazadas por máquinas mucho más eficientes: un corazón artificial no se infartaba de golpe y si llegaba a fallar tenía una válvula auxiliar que permitía reemplazarlo de manera ambulatoria.
El mismo, quizá, ya no era totalmente humano. Como juez tomaba todos los días píldoras que mejoraban sus niveles de concentración y que limitaban las pérdidas de control. Tenía, de hecho, una bomba de insulina que hacía las veces de páncreas hace años.
– Me pregunto si llegaremos dentro de una hora o así…
– Su pregunta sigue siendo vaga, pero puedo decirle que llegaremos dentro de tres horas y veintidós minutos aproximadamente a nuestro destino….
– ¿Dónde vamos?
– No tengo autorización para compartir esa información…
Miró por la ventanilla y vio que la carretera estaba a oscuras, que no había luz en ningún poste y que apenas había nadie. No se veían otros autos, que claro, nunca son demasiados, con las prohibiciones de traslado que había y las variantes de los virus no se usaba mucho eso de desplazarse de un lugar a otro. Aún así, la carretera se veía vacía y en silencio.
Recordó como ella se apoyaba en el vidrio del auto cuando con el sol de mañana ellos salían de la ciudad. Pudo incluso oír la música que ponía en la radio en ese momento y recuerda que la carretera estaba vacía cuando ellos dos se iban de la ciudad.
– Magistrado, si le parece puedo anticiparle algunos datos de la crisis…
Era obvio que el funcionario transmitía de algún modo sus conversaciones y era claro que alguien había decidido empezar a contarle algo, todavía confuso.
– ¿Dígame, el borrado está completo?
– Bueno, es en parte el problema, no podemos recordarlo…