Yo era un estudiante común y silvestre de finales de los años noventa. El año 2000 me tocó inscribir el curso de Derecho Penal del que me habían hablado bien, siempre y cuando, se tomara con Miguel Soto Piñeiro.
La duda que los estudiantes universitarios llevan consigo en cada curso se disipó al minuto en cátedra de penal de Soto. En un minuto nos dijo que estudiaríamos una rama del derecho que se encargaba de lo más oscuro de la naturaleza humana. Si es que algo así como la naturaleza humana existe, decía.
Nos dijo que debíamos empezar a distinguir entre los argumentos propiamente jurídicos y los argumentos morales y la “moralina”. El ejercicio del poder punitivo estatal no cuenta con herramientas para entrometerse en las preferencias de orden moral del ciudadano. Muchas veces me dijo “le tengo que decir que usted suena como un conservador, preocúpese”.
Fue un maestro para una amplia generación de jóvenes que reconocía en su humor irónico una inteligencia fuera de todo marco. Miguel Soto fue un hombre inteligente, culto y libre.
Nos dijo que podía “ver” el dolo y que quizá en alguna clase nos diría como era. En esa época fumaba cigarrillos sin filtro con persistencia. Yo era un estudiante común y silvestre el año dos mil y pasadas tres o cuatro clases de Soto no podía dedicarme a otra cosa que no fuera Penal. Pasé el curso, y saliendo del examen oral le dije a un amigo a modo de celebración académico-futbolística: “vamos hueon!” y el profesor Soto que me escuchó me dijo con su voz ronca y fuerte desde la puerta de la sala cuatro del edificio de Pío Nono: “¿para dónde vamos?”
Miguel nos enseñó que el humor era un signo de inteligencia y que la inteligencia era irrenunciable.
Luego, pasados los años, fui ayudante de su curso. Ahí fumamos preparando el curso que venía, a las diez de la mañana, en su oficina en calle Huérfanos que estaba llena de figuras de ficción que le gustaban. Ir a ese lugar era entrar en un espacio agudo, lleno de libros, lleno de ideas. Miguel dirigió mi tesis de grado y me animó a partir al doctorado: váyase donde sea, pero vaya, descanse y se trae el título de vuelta.
Fue uno de los pocos invitados a mi matrimonio. Me habló siempre con un amor sobrecogedor de sus tres hijos. Miguel era un padre fanático porque se entregaba a todo lo que amaba sin miramientos, su humanidad era desbordante en todo sentido y su generosidad, también. Decía que el fútbol era un deporte para gente poco cultivada que era incompresible que se le prestara tanta atención y luego agregaba: “salvo que salte a la cancha el equipo mágico, usted sabe que cuando el equipo mágico sale a la cancha es otra cosa”. Miguel siempre me trató de usted y yo a él le dije siempre “profesor”.
Era un gran conocedor de cine, series, documentales, literatura. Un lector imparable. Alguna vez, en una reunión social, alguien que sabía de sus conocimientos sobre cine le preguntó cuál era su película favorita. El corro universitario piononino esperaba una respuesta fundamentada en la estética, la historia, la filosofía moral o algo así. Esperaban que se refiriera a alguna película alemana, húngara o vietnamita. El profesor Soto contestó: “sin lugar a dudas mi película favorita es una obra maestra: Alien versus Depredador” y luego agregó latas razones sobre su elección.
Miguel me contó de sus aventuras en Zaragoza en la época en que fue a cursar su doctorado, cuando muy pocos lo hacían, con José Cerezo Mir.
Escribió varios artículos académicos y libros sobre derecho penal y nunca dejó de tener ideas sobre lo que teníamos que escribir. La última vez que lo vi, ya hace tiempo, me dijo “tenemos que escribir sobre recurso de nulidad, que le parece”. Nos sentamos en los bancos de piedra que dan al patio de la escuela y fumamos un cigarro.
Miguel Soto Piñeiro deja en este mundo una obra académica ineludible y la formación de muchos que hoy forman parte de la universidad. Deja una forma de enfrentar a la universidad con el mayor rigor y con cierta ironía. Deja abogados que aprendieron a litigar viéndole. Deja muchos amigos llorando porque el mundo es un poco peor sin Miguel.