Hemos estado ante una avalancha de propuesta de proyectos de ley (o anuncios de ellos) en respuesta a situaciones contingentes de la más variada naturaleza.
Esta dinámica pareciera transmitir que la tarea de legislar es sencilla. Casi una falta de respeto a la ley.
Cuando legislar se estima o considera sencillo, y claramente no lo es (al contrario) el proceso legislativo se vicia ya desde el inicio pues se yerra sobre la naturaleza de lo que se emprende.
No se respeta la le, ni tampoco a los futuros destinatarios de las normas. Total, en el camino se arregla la carga, pero olvidan que experimentan con seres humanos vivos (De la Oliva).
¿Será demasiado pedir que la tarea de legislar se asuma con la intención de realizar una ordenación racional dirigida al bien común?
La ley es mucho más que un papel; es mucho más que un éxito político.
Con malas leyes no solo exponemos a la ciudadanía, sino que terminamos a la larga o a la corta en que no habrá auténtico sometimiento del Estado de Derecho.
Se requiere asumir con seriedad la tarea: de forma estable, clara y precisa, que se transforme en pautas jurídicas genuinas que aporten estabilidad, claridad y precisión, deberes, funciones y derechos.
La precipitación es un error común y muy dañino.
Generalmente es una precipitación perezosa y refleja falta de técnica jurídica y legislativa.
Como sea, las leyes de mala calidad son manipulables, a partir que son entendidas como éxitos políticos, generan degradación de la imagen de lo jurídico en el ambiente social de modo tal que la gente adquiere la impresión de que el Derecho es asunto de leguleyos al servicio de “los que mandan” o de los “verdaderos poderosos”.
Como colofón, la sumisión al Derecho o al imperio de la ley termina siendo una farsa.