Cuando era todavía un niño me dijeron en el colegio muchas veces que tenía buena memoria. Podía recordar con detalle muchos episodios de mi vida y las clases y a veces también los contenidos. Con eso sacaba notas más que aceptables. No estudiaba, pero veía con detención como la lluvia se acumulaba en los barrios del Chile de la transición hasta volver a las calles unos ríos.
Recordé con claridad los países que integraban el mundo a finales de los ochenta y sus capitales. Había un país que se llamaba Liberia en África y su capital se llamaba Monrovia en honor a un presidente estadounidense: Monroe. Nunca pude olvidar que vino Juan Pablo II y que en la periferia la violencia no se ausentó ni siquiera durante una misa con el papa de Roma de cuerpo presente.
Quedaron indelebles los goles que hicimos en una cancha de tierra que estaba detrás de unos locales comerciales y todavía puedo repetir en mi mente la alineación completa de mi equipo de mil novecientos noventa y cuatro, aunque perdimos el campeonato ese año y lloré con catorce años en el baño por la injusticia tan obvia.
La buena memoria me acompañó como un karma durante toda la vida. No pude olvidar muchas cosas y ya interesado en los asuntos jurídicos pude verificar que la demanda por justicia que existe en una sociedad rasgada por el horror se vinculaba también al mantenimiento de la memoria. No deberíamos olvidar ciertas cosas.
Pero el olvido es persistente, es rebelde. Nos deja vivir, en cierta manera, porque nos desconecta del dolor y de nuestras propias cicatrices.
En los juicios, la memoria y el olvido constituyen una tensión central del acto de impartir justicia. El razonamiento acerca de los hechos que se despliega debe definir si la información que recordamos es fiable o no. Muchas veces la posibilidad que un testigo tiene de recordar con detalle lo que supuestamente conoce es clave para adoptar una decisión justificada.
Pero la memoria en nuestra visión más tradicional es parte de nuestro cuerpo. Cada agente y su memoria. Y la memoria es una expresión del intelecto o personalidad, pero determinado por la agencia singular de quien explica lo que recuerda y lo que ha olvidado.
Creo que esta visión tradicional se ha vuelto miope. Hemos dejado de recordar, progresivamente, todos los detalles. No recordamos los números de teléfono porque nuestros artefactos nos permiten ahorrar ese esfuerzo. Las fotos familiares están en una nube y no recordamos con claridad qué hay allí. Hemos avanzado en la producción y el manejo de información, tanto que hoy todos tenemos altos caudales de datos a disposición, pero recordamos cada vez menos.
Nuestra memoria se ha desdoblado y existe hoy en artefactos, en cosas. La memoria de un testigo es en realidad la nube disponible de datos que podemos atribuir a una persona. Los medios de prueba son tan profusos que no podemos recordar, por regla general, toda la prueba de un caso.
La información que estamos produciendo ya no está diseñada para ser recordada sino simplemente almacenada y accedida. El niño que yo fui, que recordaba la alineación del equipo, el número del teléfono fijo al que llamar y el número de su primera cuenta en el banco ha perdido un tiempo hoy día valioso.
Los medios de prueba se muestran cada día más como un desafío sobreabundante y por tanto la pregunta central a la que se enfrenta un tribunal es ¿en qué información confiar?
Centrarnos en criterios de confianza de los datos disponibles es relevante no sólo para enfrentar el problema de la selección de información, sino que tiene importancia para rescatar la posibilidad de razonar acerca de los datos. La mente de los jueces humanos sólo puede centrarse en información que pueda abarcar y comprender.
¿Qué será de la justicia cuando ya no recordemos nada? ¿Qué será de los juzgados cuando se borren las nubes en línea? ¿Qué será de los condenados a la eliminación de su memoria en línea y en artefactos?
La justicia supone rescatar la memoria en diversos sentidos. Hay cosas que no debemos olvidar, así parece ser con el horror intolerable y quizá sea hora de pensar en la justicia como la defensa de la memoria personal humana.