01-04-2025
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Los derechos de las mujeres en riesgo, un riesgo para la democracia Reflexiones sobre un escenario de cambios y desafíos

En días en que nos enfrentamos a un retroceso global de la protección de derechos de las mujeres, las palabras de Simone de Beauvoir que alertaban sobre este efecto resuenan como una verdadera premonición.  La escritora Claudine Monteil— por entonces, una joven militante feminista—ha revelado el contexto de esas palabras. En 1974, cuando el recién electo Presidente, Valéry Giscard d’Estaing, prometió liberalizar el aborto en Francia, ante la espontánea exclamación de júbilo de Monteil («¡Hemos ganado!»), una circunspecta Beauvoir le replicó: “Sí, hemos ganado, pero temporalmente. Bastará una crisis económica, política o religiosa, para que los derechos de las mujeres sean puestos en cuestión. Estos nunca se dan por adquiridos, deberéis permanecer vigilantes toda la vida”. Esa cita, atribuida erróneamente al icónico libro de Beauvoir, El segundo Sexo, ha sido evocada de más en más con el paso de los años.

Ad portas de una nueva conmemoración del 8M, y en el trigésimo aniversario de la Conferencia de Naciones Unidas de Beijing sobre los derechos de la Mujer (1995), conviene reflexionar sobre los avances y riesgos a los que se enfrentan los derechos de las mujeres, y también sobre cuáles pueden ser las estrategias para estabilizar esos avances producidos por las agendas de género. En medio de una exitosa puesta en cuestión de lo “woke”, muchas personas se preguntan, genuinamente (o no tanto), si acaso no ha habido una suerte de exageración en las reivindicaciones y aplicaciones normativas de esas agendas. Hay quienes creen, también, que ellas han construido problemas artificiales, vehiculado discursos ideologizados, impregnado de activismo universidades, tribunales, congresos y gobiernos.  Y hay personas que afirman que no existe tal cosa como la desigualdad estructural de género (eso que el feminismo llama el patriarcado); que las mujeres no tienen tendencialmente más posibilidades que los hombres de sufrir discriminación o violencia; y que incluso, ellas se han vuelto un segmento privilegiado de la población mundial. Ni cortos ni perezosos, hay figuras políticas que promueven, con una creciente reverberación en las redes sociales, una “batalla cultural por las representaciones de la realidad” (expresión utilizada, por ejemplo, por el Presidente argentino, Javier Milei), en las cuales los principales enemigos a batir son las agendas de género y el feminismo.

Antes de examinar las amenazas de regresión de esas agendas es importante partir por reconocer los avances significativos obrados en la situación sociocultural, política y económica de las mujeres en estas últimas tres décadas; y la contribución de las teorías de género a ese resultado. Minusvalorar esos avances genera varios problemas; algunos de orden moral, otros de naturaleza epistemológica y también algunos de carácter político.

En primer lugar, relativizar los avances acaecidos supone desconocer el esfuerzo y la valentía de generaciones de mujeres que lucharon por los derechos que hoy gozamos otras, como si fueran libertades dadas o natas (entre otras, la posibilidad de acceder a estudios universitarios sin que el hecho de ser mujer sea un impedimento). Recortar el pasado político y jurídico del movimiento feminista, reducirlo a una efervescencia coyuntural, en la que cada generación se esculpe a sí misma como artífice y destinataria a la vez de la acción política colectiva, tiene el inconveniente de volver borrosa la historia femenina, aplanando sus sufrimientos, estrategias, frustraciones, triunfos y aprendizajes.

Reconocer los avances y los medios para lograrlos permite, en cambio, calibrar la importancia de los problemas que afrontamos actualmente, contrastarlos con los del pasado, y dimensionar la entidad y complejidad de las soluciones que requieren ponerse en obra. En todo horizonte– y la igualdad es un horizonte normativo más que una cualidad o atributo humano– puede visualizarse, con mediana claridad, lo que está por encima y por debajo del umbral que divide la tierra del cielo; lo aceptable de lo óptimo. Es posible distinguir, entonces, los atentados graves a los derechos de las personas; en este caso de las mujeres, de hipótesis menos graves, incluso triviales. Aislar aquellas situaciones que son límites innegociables de la dignidad femenina, que requieren respuestas firmes y robustas– por ejemplo, punitivas– de otras situaciones que sin ser ideales son menos lesivas, porque  manifiestan o impactan de forma más tenue, es importante para privilegiar otros enfoques: la persuasión, la exposición del modus operandi de la desigualdad y de sus impactos, la resocialización etc.

No cabe duda de que feminismo ha teorizado y politizado realidades ignoradas. Los problemas que no tenían nombre (esos de los que hablaba Betty Friedan en Mística de la Feminidad) han sido (re)bautizados, mapeados y categorizados.  Ha emergido un nuevo vocabulario, el cual ha logrado popularizarse permeando el lenguaje público y la jerga jurídica. Por sí solo, esto es también un gran avance. Nombrar es politizar y politizar es la llave del cambio social.  Pero hay una delgada línea entre recurrir a un lenguaje que construye y subvierte realidades y el fetichismo discursivo.  A este último hay que rehuirle. También hay que desconfiar de los usos excesivamente elásticos de expresiones cuya capacidad movilizadora es alta, pero escurridiza. De tanto estirarse expresiones como la violencia de género o el machismo pueden deformarse, volverse irreconocibles, sobrecargarse de ambigüedad, devenir significantes flotantes o, peor aún, términos vacíos. El vocabulario feminista busca iluminar el camino hacia la igualdad, en lugar de oscurecerlo y volverlo críptico.

El feminismo ha revolucionado el pensamiento de la igualdad y sobre todo la práctica jurídica, mostrando que no es la diferencia la que se opone a la igualdad sino la desigualdad. Al contrario, la diferencia precisa ser rescatada para a partir de ella elaborar estrategias de asimilación o diferenciación, según sea el caso.  Pero, como el opio, la diferencia, convertida en ensimismamiento, puede ser adictiva, hay que evitar engolosinarse con la particularidad. Construir un horizonte de igualdad, requiere achatar buena parte de las diferencias humanas. Solo así es posible perfilar una ideal común.  

¿Cómo construir, entonces, ese ideal o horizonte común en el caso de mujeres y hombres? Esta parece ser la pregunta más difícil de contestar en nuestros días. En un reciente y controvertido discurso, la Gobernadora demócrata del Estado de Michigan, Gretchen Whitmer, puso de relieve que el desafío de la igualdad de género no puede concebirse como un juego de suma cero, es decir, uno en el que los avances femeninos tengan que hacerse a costa del deterioro masculino y  viceversa.

En ese discurso, Whitmer planteó una pregunta de relevancia moral y política, especialmente incómoda, pero ineludible.  ¿Conviene que el feminismo se desentienda del devenir masculino, acepte como natural la degradación del bienestar de los hombres, aun cuando ese resultado no sea directa consecuencia de las agendas de género? Whitmer recordó que en Estados Unidos y en otros países la situación de los hombres jóvenes y solteros se ha deteriorado significativamente en los últimos años. Por ejemplo, en materia de acceso a la vivienda. Ellos tienen más dificultades de acceso a la vivienda que las mujeres, de la misma edad.  Debido, entre otras cosas, a la feminización de la educación superior y sus repercusiones en el acceso al crédito, en esta materia como en otras, las mujeres parecen llevar la delantera. Así, mientras en muchos sitios, los hombres jóvenes han perdido ingreso, riqueza y poder en comparación a sus padres y abuelos; las mujeres jóvenes, en cambio, han mejorado su situación respecto de sus madres y abuelas. En el plano general, es posible detectar también cambios en los valores asociados tradicionalmente a lo masculino y a lo femenino. Mientras la fuerza, la autoridad, el orden o la violencia tienden a decaer en la importancia social, los valores opuestos, vinculados al imaginario de lo femenino – la dulzura, el diálogo, la escucha, la empatía, entre otros–han ganado terreno nuestras sociedades.

Esta disparidad de trayectorias vitales y la inversión de valores sociales parece explicar los patrones de votación de los electorados femenino y masculino en las recientes elecciones ocurridas tanto en la región americana como en Europa (v.gr. Argentina, Estados Unidos y Alemania). Las mujeres jóvenes han apoyado, en general, propuestas políticas progresistas; y, en particular, las agendas de género que desafían y ensanchan sus propios horizontes individuales y colectivos.  En contraste, las crecientes frustraciones y rabias masculinas han sido canalizadas y capitalizadas por propuestas ultraconservadoras que reivindican el modelo de masculinidad convencional. La expansión del populismo conservador en los últimos años en diversas regiones del mundo parece estar directamente relacionado con el impacto cultural y político de las agendas género. Con todo, es importante tener presente que no se trata de un fenómeno estrictamente nuevo. La elección de Ronald Reagan, en la década de los 80, en Estados Unidos, se produjo también gracias al mismo tipo de fermento cultural.

Lo anterior pone de relieve que el retroceso en los derechos de las mujeres es parte de la historia de la igualdad de género, tal como ilustra Susan Faludi, en su célebre libro Backlash (2006).La regresión es una fantasma que no solo ha sido invocado por populistas, como Trump o Milei, sino que puede sobrevenir en cualquier momento y en cualquier tipo de régimen político.

En algunas zonas del mundo, como medio oriente, hace décadas las mujeres vienen sufriendo una dramática reducción de sus derechos, debido a las luchas políticas intestinas o foráneas. Las imágenes de mujeres completamente cubiertas por velos han reemplazado a las minifaldas que las jóvenes iraníes o afganas portaban en la década de los 70. En un elocuente discurso emitido ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el año recién pasado, Meryl Streep resumía así la trágica regresión en Afganistán: “Actualmente, en Kabul, un gato tiene más libertad que una mujer; una ardilla tiene más derechos que una niña […], porque los talibanes han cerrado los parques públicos para las mujeres y las niñas […]. Una gata puede sentarse en la entrada de su casa y sentir el sol en la cara […]. Un pájaro puede cantar en Kabul, pero una niña no (…).” “Esto es una supresión de la ley natural”– decía la actriz.

Los derechos de las mujeres también se confrontan a preocupantes fenómenos de regresión en países que califican, en los estándares convencionales, de regímenes democráticos. Así, por ejemplo, en octubre de 2020, el Tribunal Constitucional de Polonia declaró que los abortos en caso de defecto severo e irreversible del feto o por causa de una enfermedad incurable que pudiera poner en peligro la vida prenatal (dos de las causales más habituales en la regulación comparada del aborto) son inconstitucionales. Esta sentencia propició un re-endurecimiento de una de las legislaciones europeas históricamente más refractarias a despenalizar la interrupción voluntaria del embarazo.  Las mujeres afectadas han debido recurrir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos con la esperanza de encontrar, en la protección internacional, la tutela de sus derechos a la vida privada y a no sufrir tortura ni otros tratos crueles, inhumanos y degradantes.

En una de las democracias más longevas – la democracia estadounidense- la Corte Suprema revocó, hace un par de años, el derecho constitucional al aborto, concretando una de las promesas de la primera campaña del reelecto presidente Trump. Este, quien se ha caracterizado por hacer del sexismo rampante una exitosa oferta política, prometió que utilizaría la facultad presidencial de nominar a los jueces de la Corte Suprema para, por esa vía, atacar la protección constitucional del aborto, cimentada en la célebre sentencia Roe v Wade, dictada en 1973. En esta decisión la facultad de una mujer de interrumpir su embarazo, dentro del primer trimestre de gestación, se amparaba en el derecho a la privacidad, reconocido en la Constitución norteamericana. En cambio, en Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, dictada en 2023, esta nueva Corte Suprema, integrada por 3 jueces nombrados por Trump, reescribió la historia.  De un plumazo borró el precedente de Roe, y abrió una cruzada reaccionaria que ha permitido reinstalar legislaciones ultrarestrictivas del aborto en la mitad de los estados de la unión, de mayoría conservadora. Apenas conocida la sentencia de 2023, Trump se la atribuyó, como parte de su legado. Pese a su habitual narcisismo, esta vez tenía razón. Su decisión había generado un histórico efecto de regresión en cadena.  Los tres jueces disidentes de la nueva sentencia graficaron el impacto de este giro jurisprudencial de la siguiente manera:  “A partir de hoy las jóvenes llegarán a la mayoría de edad con menos derechos de los que tenían sus madres y abuelas”.

A diferencia de lo que ocurre en Afganistán o en Irán, la Corte Suprema de Estados Unidos no solo se apoyó en la tradición para recortar derechos reproductivos femeninos. Por el increíble que parezca, invocó también la democracia. Adujo que para poder reconocer la libertad de abortar como un derecho constitucional e inviolable, aquella debería estar profundamente arraigada en la historia de la nación y en sus tradiciones. Por supuesto, una condición como esa se torna irremediablemente fallida respecto de derechos que son consecuencia de transformaciones normativas ocurridas recién en el último tercio del siglo XX.  La larga tradición de leyes prohibitivas del aborto, en Estados Unidos y en el mundo devino, en la sentencia Dobbs, un argumento para justificar más que un originalismo constitucional un primitivismo jurídico.

La Corte Suprema argumentó que frente a un vacío constitucional en esta materia, correspondía al pueblo y a sus representantes, decidir, soberanamente y sin cortapisas, la regulación del aborto. A primera vista, el argumento democrático así planteado es persuasivo.  Después de todo, el prestigio de la democracia tiende a transformar en herejía cualquier cuestionamiento al principio de mayoría. Pero, en realidad, es un argumento mañoso.  Como recuerda Habermas (1994), la historia del constitucionalismo es la historia de las tensiones entre el principio de la mayoría y de los derechos; de la soberanía popular y del paradigma liberal. Ninguno de ellos se basta a sí mismo; el uno requiere al otro para completarse. Ni el liberalismo agota el pleno significado de los derechos, ni el principio de la mayoría sintetiza todas las dimensiones de la democracia. Invocar el argumento democrático para justificar el recorte de los derechos de las mujeres equivale a poner entre paréntesis el pecado original del constitucionalismo. Tomando prestadas las palabras del expresidente estadounidense, Abraham Lincoln, significa olvidar que la democracia fue concebida como el gobierno de un pueblo, por un pueblo y para un pueblo donde las mujeres brillaban por su ausencia.

El principio de la mayoría no es un arma arrojadiza contra los más vulnerables. Sin embargo, el populismo ultraconservador, cuyo potencial de expansión y vigor es similar al de las malas yerbas, ha logrado enquistarse en la junción entre democracia y liberalismo, metamorfoseándose en un “iliberalismo democrático” (Pappas, 2019, 33), que demoniza en particular las agendas de género.

¿Qué lecciones pueden extraerse frente a esa historia cíclica de avances y retrocesos en los derechos de las mujeres? Al menos dos. Es un profundo error pensar que el destino de la democracia puede desligarse del destino de los derechos de las mujeres.  También en un pretender usar la democracua para enfrentar a los hombres contra las mujeres y viceversa. Aunque el discurso de la crisis de la masculinidad y la necesidad de emprender una lucha cultural de reconquista o revancha descanse, en general, sobre exageraciones, mitos y fake news (Dupuis-Déri, 2018), es un hecho que ese discurso sintoniza con una sensación ambiente, material y emocional, que lo potencia y constituye en una fuerza movilizadora extremadamente eficaz en desmantelar avances en beneficio de las mujeres. Contener esta fuerza requiere tomarla en serio y desplegar acciones adecuadas para neutralizarla. Probablemente, para identificar esas acciones es preciso acumular más conocimientos, ensayar nuevos enfoques y estrategias, por parte de las teorías de género. Cómo funcionan las masculinidades, a nivel individual y colectivo, cómo ellas son movilizadas y politizadas, y qué caminos pueden llevar a generar verdaderas sinergias entre las transformaciones que las afectas  y las que experimentan los patrones de feminidad, son algunas de las cuestiones que conviene empezar por examinar con mayor interés y dedicación.

Bibliografía

DUPUIS-DÉRI, F. (2018) La crise de la masculinité Autopsie d’un mythe tenace: Les Éditions du remue-ménage.

FALUDI, S. (2006). Backlash: The Undeclared War Against American Women: Broadway Books

HABERMAS, J. (2001): El Estado democrático de Derecho ¿Una unión paradójica de principios contradictorios?, en Anuario de derechos humanos, , Nº. 2, págs. 435-458, Disponible en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=930545.

Pappas, T.S. (2019). Populism and Liberal Democracy: A Comparative and Theoretical Analysis. 1st ed. Oxford: Oxford Universtiy Press.

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Escrito por

Profesora Titular del Instituto de Derecho Público de Derecho UACh; Doctora en Derecho, Universidad Carlos III de Madrid. España.