07-09-2024
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El 15 de noviembre de 2019 altos personeros políticos suscribieron un acuerdo que devino en una reforma constitucional aprobada mediante la Ley 21.200 que se publicó en la noche buena de ese mismo año. Fue la inauguración del proceso constituyente que hoy estamos viviendo.

Quienes suscribieron el acuerdo reconocieron la necesidad de restablecer la paz y el orden público, así como el respeto de los derechos humanos y la institucionalidad democrática. Naturalmente se presentó como una salida institucional, dentro de los marcos jurídicos que pretendía encauzar pretensiones de distintos sectores a través de dos plebiscitos y un proyecto de constitución que sería redactado por un órgano diverso a los permanentes.

En las aulas de las escuelas de Derecho suele plantearse que nuestra disciplina tiene como gran objetivo, más que la justicia o la organización de la sociedad, dos grandes valores del derecho estatal: la paz y la seguridad. Fue Hobbes el que plasmó con mayor autoridad este intestino requerimiento que explicaría la germinación del Estado y de la norma jurídica como respuesta a la necesidad de paz y seguridad, un clamor tal que motivaría un acuerdo de todos por salir del estado de naturaleza en el que nos encontrábamos (o nos habríamos encontrado, no pretendo asimilarlo a los hechos de octubre de 2019).

Parece explicable, entonces, que los líderes políticos de entonces acordaran, pretendiendo nuestra representación, un reordenamiento institucional a través de nuevas normas jurídicas para afianzar esos dos valores.

Desde otra óptica, el apóstol Pablo escribió a los cristianos de Tesalónica que el Día del Señor (la segunda venida de Cristo) ocurrirá repentinamente, como ladrón en la noche, cuando se esté en la convicción de la “paz y seguridad”, esto es, cuando menos se lo esperen y exista tranquilidad en los propios esfuerzos y determinaciones de una sociedad que vivirá, tras la parusía, la destrucción repentina y dolores como los de un parto.

Pablo parecía notar esta costumbre de nuestros tiempos de confiar en nuestra propia habilidad para otorgarnos estabilidad, muy propio de la época moderna, que tuvo como paroxismo el replanteamiento de la naturaleza humana que pretendieron los revolucionarios franceses a fines del siglo XVIII. Desde esos tiempos, el racionalismo ha sido la constante de los procesos políticos, mismo tiempo en el que se erige el concepto liberal de constitución que sigue aún vigente.

Fue en el artículo XVI de la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 (y de la declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana de 1791, aunque no tuviera fuerza normativa), cuando se estableció que una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene constitución. Estamos en presencia de una fuente del Derecho que se pensó para estructurar, dar forma a una sociedad, y esa forma devenía en un tipo de sociedad, ya norma de fondo, que debía garantizar derechos y distribuir el poder.

Esta declaración, que es el acta de nacimiento del Estado moderno constitucional, estableció el derecho a la seguridad como uno de los cuatro derechos “naturales e imprescriptibles” de todo ser humano, y en el mismo sentido, la declaración de los derechos humanos de la ONU, ya en 1948 estableció la seguridad como un derecho a la par que la libertad y la vida (artículo 3º), a la vez que declara dentro de los propósitos de la convención la libertad, paz y justicia, para lo cual afirman la “fe” en los derechos fundamentales del texto.

No deja de ser curiosa esta declaración de fe en esta categoría. Después de todo, la obligatoriedad de las normas jurídicas y su obediencia espontánea descansan en otro acto de fe, como es el mero reconocimiento. La supremacía constitucional, los derechos fundamentales, la dignidad humana, la triada vida-libertad-propiedad, entre tantos otros, son valores en los que se sencillamente se cree, se asumen y se proclaman, pero en el orden social, finalmente, todo es fe.

Tiendo a desafiar a mis estudiantes sobre la pregunta del motivo por el cual respetamos la Constitución (así, con mayúscula), por qué la asumimos su eficacia, supremacía y obligatoriedad como verdades reveladas, y finalmente la respuesta es por mero reconocimiento espontáneo. La Constitución no es suprema porque lo diga su artículo 6º, tampoco porque exista un control de constitucionalidad (que es más bien una garantía de su supremacía), la Constitución es sencillamente suprema, porque así lo creemos.

Pero bien puede no ser así. De hecho, su artículo 135 inciso final, del que tanto hemos hablado a propósito de los límites del texto que la Convención Constitucional nos presente tras este tiempo de deliberación, sitúa a los tratados internacionales como parámetro de validez de la eventual nueva constitución, e incluso podríamos entender que los posiciona por sobre el texto constitucional, lo cual estaría en consonancia con expresiones como el artículo 27 de la convención de Viena sobre el derecho de los tratados e incluso el control de convencionalidad sostenido desde 2006 por los votos de mayoría de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La Convención Constitucional podría replantear la estructura de nuestro ordenamiento y remecer las bases institucionales disponiendo que el texto constitucional vuelva, por ejemplo, a ser una carta política o programática, como lo plantearon los franceses en el siglo XIX, ya deliberadamente o simplemente por ser de tal pretensión que, como la constitución ecuatoriana, termine siendo una mera declaración de objetivos, una constitución ineficaz por su idealismo.

En vastos sectores de la sociedad (y es cosa de ver cómo se comporta el mercado), existe una especie de convicción en que el cambio constitucional es algo que afecta este valor de la seguridad jurídica. El Diccionario Panhispánico del Español Jurídico de la Real Academia Española, define este principio como un “principio general del derecho que impone que toda persona tenga conocimiento cierto y anticipado sobre las consecuencias jurídicas de sus actos y omisiones”, aunque más que un principio, pareciera ser un valor o una pretensión, pues nuestro ordenamiento jurídico está muy lejos de ofrecer esa convicción.

Incluso, a propósito de una jurisprudencia sostenida por el actual contralor, la Contraloría General de la República, ha afirmado el principio (incluso contra ley) de la confianza legítima, esto es, según el mismo diccionario, una limitación al actuar de la Administración del Estado por el cual “no puede defraudar las expectativas que han creado sus normas y decisiones sustituyéndolas inesperadamente por otras de signo distinto”. Ciertamente el trabajo académico del Prof. Bermúdez antes de ser nombrado contralor puede definir mucho mejor esta idea, de la cual fue y es ferviente impulsor.

Por la vía pretoriana que no normativa, se ha pretendido sostener este principio, aunque sabemos que tiene una aplicación vacilante pues ha ido dibujando sus contornos con la evolución de la jurisprudencia y ha habido retrocesos importantes, por ejemplo, en materia urbanística.

El silencio de los órganos normadores en tal sentido llama especialmente la atención porque han descansado en esta aplicación para el caso concreto que despliegan las Cortes y la Contraloría, aunque no son estos los llamados a establecer restricciones generales a la función política o normadora, pues no detentan legitimidad democrática para ofrecer seguridad jurídica a la sociedad. Máxime, cuando los propios jueces y los organismos de control son permanentemente objeto de estudio por sus tendencias jurisprudenciales, las cuales no pocas veces han sido descritas desde las vacilaciones, por estudios sumamente serios y acabados, por ejemplo, del Prof. Alejandro Vergara Blanco. Yo mismo he escrito respecto de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre la comprensión del derecho de acceso a la información pública y cómo es que ha pasado por inestabilidades tales que, en ocasiones lo considera como un derecho fundamental y constitucional de la mayor importancia y en otras como una mera regla de procedimiento.

Y es que la coreografía institucional de nuestro derecho está lejos de esa pretensión de seguridad jurídica, pues el ordenamiento jurídico mismo no es estático, sino, como mucho, reconoce ciertas pautas o reglas para su replanteamiento en los niveles y dimensiones que contiene. El derecho no brinda seguridad, es solo una herramienta de la sociedad para darse un orden, el cual es reemplazado o replanteado con mayor o menor frecuencia. Esa incerteza es parte de lo que los operadores del derecho debemos considerar para lidiar con cambios de criterio o derechamente con reglas que deben ser modificadas y, en ocasiones, hacerlo nosotros mismos o atemperarlas de acuerdo con los requerimientos de los intereses que debemos sostener.

De hecho, la sola idea de la plena seguridad jurídica entendida como lo estático de sus instituciones es sencillamente contrario con la búsqueda de la paz social, dado que las disputas en la sociedad y la conformación de diversas mayorías requiere el replanteamiento de las reglas jurídicas y su ductilidad para cumplir su cometido: la organización de la sociedad.

Entender el ordenamiento jurídico desde los valores o pretensiones de sus intérpretes -más allá del caso concreto, desde luego- es pretender la petrificación de estos y, con ello, la imposición de nuestros paradigmas a los demás, lo cual es desaconsejable si no existe un ejercicio de persuasión pública. De lo contrario, las tensiones terminan por estallar en acciones ajenas a la paz.

Es por ello que no podemos pretender esa paz y seguridad por nosotros mismos, ni siquiera atribuyéndoselo al derecho, pues este difícilmente podrá asegurar esa paz y seguridad que pregona.

La Convención Constitucional tiene, entonces, la tarea de replantear el texto constitucional para la paz, esto es, no pretendiendo una petrificación de sus planteamientos, sino dotando de la debida flexibilidad para que, más allá de la seguridad que se pretenda, las legítimas disidencias en los consensos sociales puedan decantar por la paz.

De contrario, como lo advirtió el apóstol Pablo, cuando se pretenda y afirme esa paz y seguridad por mero voluntarismo, podremos temer la destrucción y el sufrimiento en la sociedad.

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Escrito por

Abogado de la U. de Chile, magíster (c) en Derecho Público de la Universidad de Chile y postítulo en docencia universitaria de la Universidad de Santiago. Académico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Santiago, donde coordina el observatorio del proceso constituyente, profesor invitado de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Chile y socio de Zambrano & Ampuero Abogados.