Nuestra serie de columnas sobre el poder constituyente limitado que abrió el Acuerdo por (la paz y) la Nueva Constitución que cristalizó la Ley 21.200 ha invitado a reconocer su importancia y especialmente sus límites para moderar las expectativas de este proceso que ha tenido que ser ajustado sobre la marcha para definir sus reglas.
Hemos abordado el tema con perspectiva histórica verificando que es el poder constituyente más limitado en la historia de Chile. Asimismo, destacamos sus límites sustanciales: la república y la democracia como forma (y fondo) de ejercicio del poder político e hicimos un énfasis en que la reforma constitucional antedicha por primera vez en la historia constitucional (y en particular, de esta Constitución) ubicó a los tratados internacionales sobre la norma constitucional al decir que esta Nueva Constitución debe respetar los tratados internacionales (sin distinguir por materia u objeto) ratificados por Chile y que se encuentren vigentes.
De tal modo, observar el proceso de germinación de la Nueva Constitución, en su mérito y diseño, es imperativo para ser realista respecto de qué puede pasar y qué se encuentra fuera de las expectativas razonables que se han puesto por amplios sectores del espectro político y académico. La sentencia del Tribunal Constitucional Rol 9797 sobre control de la reforma constitucional que permitió autorizar el segundo retiro de los fondos de los cotizantes que administran las AFP, ya fue un balde de agua fría tremendamente fatídico para aquellos sectores, y las discusiones, reflexiones y discursos públicos de decantación de la algarabía constituyente seguramente nos harán llegar a un proyecto de Nueva Constitución más moderado y pragmático, seguramente, no sin grandes declaraciones como las que en 2005 nos hacían entrar a una nueva primavera democrática en aquella gran reforma constitucional.
No deja de ser curioso que dentro de estos grandes límites del poder constituyente nos encontremos con una fuente del Derecho normalmente tímidamente abordada frente a las demás: la sentencia. Desde luego esta columna no será una revisión procesal de esta resolución judicial, sino que la pondremos en perspectiva constitucional para reconocer qué se cauteló cuando se introdujo en el artículo 135 inciso final de la Constitución.
Pues bien, la sentencia es simplemente un continente de una decisión adoptada por una entidad a la que se reconoce investidura de orden público para adoptarla de tal modo que cuando ya no cabe discusión ante otro órgano esta decisión no puede ser cuestionada o invalidada. Se diferencia de otros continentes normativos (como la ley, el reglamento o la constitución) en que quien la dicta reviste la calidad de juez y la desarrolla mediante un procedimiento reglado normalmente adversarial.
Al juez la Constitución actual le entregó el cometido de resolver causas de orden civil o de orden penal, sin embargo sabemos que resuelven una serie de otras materias que la ley le ha conferido (comerciales, ambientales, contencioso administrativas, tributarias, entre tantas otras), incluso existen jueces fuera del Poder Judicial (como los ministros del Tribunal Constitucional, del Tribunal Calificador de Elecciones, de los Tribunales Electorales Regionales e incluso los jueces de policía local).
Sin embargo, el límite de la sentencia no está puesta como una garantía para el sentenciador, sino respecto de quienes se benefician (o no) de su contenido. La Convención Americana de Derechos Humanos establece un excelente ejemplo al consagrar una garantía para el inculpado absuelto por una sentencia, esto es, de no ser nuevamente juzgado por los mismos hechos. Nuestra Constitución no establece una garantía similar, sobre el contenido de una sentencia; lo cual evidencia una nueva innovación que introdujo el constituyente en la Ley 21.200.
Al decir el artículo 135 que el texto de la Nueva Constitución (seguimos el uso en mayúsculas del original) deberá respetar “las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas”, está extendiendo un marco de protección, a modo de garantía supraconstitucional, de situaciones jurídicas o derechos adquiridos por encontrarse decididos en una sentencia.
En el ámbito penal la Nueva Constitución no podrá abrir procesos concluidos por una sentencia absolutoria, en tanto que para la sentencia condenatoria existe la garantía de la retroactividad ley penal más favorable para el delincuente (artículo 9º de la Convención Americana citada). En el plano civil existe una mayor cobertura pues no existen excepciones para la cosa juzgada en el plano internacional o constitucional; lo que implica que una situación jurídica consolidada podrá sostenerse como un derecho adquirido que no cederá a la Nueva Constitución. El artículo no señala nada sobre la ejecutividad de esa sentencia que pueda ser contraria a la Nueva Constitución y aún así válida por la garantía-límite que hemos dicho; sin embargo, por esa vía podrá perder eficacia.
En esta columna quiero poner el acento en una cuestión tremendamente relevante para el proceso constituyente y sobre el que no conozco pronunciamiento de los medios o la doctrina. La actividad minera privada descansa sobre el otorgamiento de concesiones por la vía judicial (mediante sentencias) y existe un gran número de derechos de aprovechamiento de aguas sentenciados al margen de la Dirección General de Aguas. Sobre estos derechos también recae la garantía sobre la sentencia y la Nueva Constitución no puede afectarlas.
En 1971 por primera vez la actividad minera entró a la Constitución para consagrar el dominio exclusivo de las minas por parte del Estado, lo que fue reiterado en la Constitución de 1980 (“El Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas”, artículo 19 nº 24). Ahora bien, la Carta de 1925 autorizaba la concesión mediante “resolución de la autoridad administrativa”, mientras que la Carta de 1980 dispone que las concesiones “se constituirán siempre por resolución judicial”. Esta resolución judicial toma la forma de sentencia, por lo que las normas sobre generación de la Nueva Constitución otorgaron -quizás sin quererlo- una garantía de indemnidad sobre la concesión minera e incluso sobre los derechos de aprovechamiento de agua declarados judicialmente por la vía de la prescripción adquisitiva.
La Nueva Constitución, entonces, no podrá privar de las concesiones mineras o los derechos de aprovechamiento de agua establecidas o reconocidas por una sentencia por expresa disposición del artículo 135 inciso final de la Constitución.
Sin embargo, queda abierta la posibilidad de normar su efecto, los derechos y las obligaciones que sobre una concesión o derecho de aprovechamiento pesen a futuro. Esa regulación dirá, auguro, sobre la relación de estos derechos adquiridos con el interés público y la actividad del Estado sobre la propiedad minera y el bien público que son las aguas. Lo tragicómico es que el proceso constituyente iniciado por la Ley 21.200 otorgó mayor protección sobre la actividad privada en lo que se refiere a la actividad minera y a los derechos de aprovechamiento de agua en manos de privados.
La sentencia como límite del texto de la Nueva Constitución, entonces, no solo se extiende a la situación procesal de condenados o absueltos, sino que se blande su estandarte sobre situaciones jurídicas impropias y ajenas a lo que naturalmente le correspondería a actividad administrativa (la concesión y el otorgamiento de derechos de aprovechamiento).
Los revolucionarios franceses de fines del siglo XVIII eran recelosos de la actividad judicial en el entendido que los jueces eran el brazo ejecutor de la disposición monárquica, quienes contaban con un gran margen para crear el derecho, erigiéndolos en pequeños monarcas de sus jurisdicciones, por lo que, erguida la ley como principal fuente del Derecho en tanto manifestación de la soberanía que detentaba la Asamblea Nacional francesa, los jueces quedaron esclavizados a ser meros repetidores de la norma que el nuevo soberano dictaba. En palabras de Montesquieu: “la bouche qui prononce les paroles de la loi”.
La cada vez más presente ideología jurídico-política que es el neoconstitucionalismo, indisociable del activismo judicial, ha (auto) autorizado a los jueces a superar la deliberación política y democrática y dibujar a su arbitrio los derechos de las personas o los deberes del Estado, especialmente en lo que es deducido de la hacienda pública, mermando el bolsillo de los propios contribuyentes.
Sin embargo esa especial consideración de los jueces, ahora como altos sabios que están sobre la mundana actividad política y que han sido centinelas de los derechos humanos, les ha llevado a que su decisión sea límite incluso de la actividad soberana por excelencia, como es la del poder constituyente, con las consecuencias, quizás indeseadas, que hemos apuntado.
Esto debe ser mirado con cierto recelo para quienes creemos sinceramente en la democracia representativa. El juez es un decisor que, en el ámbito de su competencia (más allá del concepto procesal), debe ejecutar las decisiones políticas que expresa el normador democrático. Resulta particularmente peligroso que el juez adopte decisiones fundamentalmente políticas sin mediar la intervención de los normadores democráticos (la ley, el tratado o el reglamento) y peor aún cuando pretende eludirlo y supeditarlo a su decisión.
Nos sorprende la amplia confianza depositada por la Constitución en la decisión del juez sin determinar o estimar su contenido. Lo que ha hecho el constituyente al autolimitarse incluyendo la sentencia como restricción al texto de la Nueva Constitución en el artículo 135 inciso final es -insisito-, quizás sin quererlo, ofrecerles una carta blanca a los jueces (no solo del Poder Judicial, sino también de la justicia electoral o la justicia constitucional e incluso de la jsuticia convencional) para condicionar por anticipación el resultado de la deliberación democrática en la Convención Constituyente.