El reciente debate público sobre la destitución del juez Sergio Muñoz estuvo cruzado por acusaciones sobre activismo judicial y los riesgos que implica para el Estado de Derecho. Sin embargo, el uso que se ha hecho de dicha expresión (“activismo judicial”) ha sido, a lo menos, poco prolijo.
Los retrocesos democráticos que viven diversos países han impulsado investigaciones teóricas y empíricas sobre el uso antidemocrático de la legalidad (autocratic legalism), esto es, la instrumentalización de las formas legales propias del Estado de Derecho para impulsar agendas políticas que lo socaban[1]. El rol de los jueces en estos procesos puede resultar crucial, sea como contención o sea como partícipes. Esto es así, pues la organización de quienes ejercen la función jurisdiccional constituye un elemento que integra un sistema político democrático; de manera que el rigor con el que se asuma este debate compromete los valores más fundamentales de nuestra convivencia.
El debate académico sobre el activismo judicial lleva un buen tiempo en la escena internacional[2]. Su delimitación conceptual ha avanzado desde un amplio estudio empírico[3]. En el contexto nacional, el tema se ha abordado, a lo menos, desde hace una década[4]; sin embargo, pareciera que el importante desarrollo disciplinar no ha logrado permear -suficientemente- las coordenadas del debate público. Así, por ejemplo, se acusa de activismo judicial la “creación” de derecho por parte de los jueces o la aplicación “ideológica” de las normas prestablecidas (i. e. según sus supuestos éticos, políticos o morales). Pero nada de lo anterior resulta lo propio de dicho fenómeno.
Desde los primeros años en la universidad, los estudiantes de ciencias jurídicas se afrontan al problema del carácter dinámico del ordenamiento jurídico y las particularidades de la interpretación de las normas que lo integran. Comprenden que el acto de aplicar el derecho no solo implica creación del mismo, sino que también una particular forma de “leer” los enunciados normativos. Así, reflexionan sobre sus fundamentos, su vinculación con los valores esenciales de nuestra convivencia y su confrontación a juicios sobre lo justo. En definitiva, incluso para un estudiante de primer año de derecho que un juez “cree” normas resulta una obviedad; como también que aquellas tengan necesariamente un determinado trasfondo ético-político.
De los tribunales se espera que creen normas que resuelven conflictos relevantes en nuestra convivencia, con fundamentos articulados de una manera especial, lo cual permite que sean reconocidos como sentencias por quienes participan del campo jurídico y las acepten -en términos generales-. Esto no significa que siempre se compartan las decisiones judiciales, al contrario, no hay nada más usual en las facultades de derecho que debatir (a veces acaloradamente) sobre la corrección o incorrección de una sentencia, sobre su (in)suficiente justificación, sobre la eficiencia de lo resuelto o si se ajusta (o no) a lo que se entienda ser “lo justo”.
Por ejemplo, no puede tacharse -necesariamente- de activista una sentencia fundada en el valor de la “seguridad jurídica” o que maximice la libertad de expresión pues robustece el debate propiamente democrático. Aunque -como puede verse- se está creando una norma -algo obvio para cualquier jurista- orientada ideológicamente.
En este orden de ideas, ¿es activismo que un tribunal adopte sentencias que tienen efectos generales? No necesariamente, es lo que acontece cada vez que, por ejemplo, se anula un reglamento o se declara inconstitucional un precepto legal. ¿Es activismo que un tribunal cercene o moldee políticas públicas? No necesariamente, es lo que realiza, por ejemplo, cuando se deja sin efecto la norma reglamentaria que la implementaría. ¿Es activismo que un tribunal cree políticas públicas? No necesariamente, es lo que realiza un tribunal que tutela de manera urgente y sumaria los derechos fundamentales al intentar implementarse un mecanismo general y masivo que los vulnere, por ejemplo, mediante la orden de hacer públicas las listas de detenidos en recintos policiales. Entonces, ¿cuándo estaríamos frente a un caso de activismo judicial? Cuando ese tribunal realiza alguna de las acciones anteriores sin competencia para ello, esto es, cuando no existe norma que lo habilite (v. gr. revisar la constitucionalidad de una reforma constitucional o de una resolución ministerial exenta sin habilitación normativa alguna). En otros términos, el tribunal activista es aquel que decide cuando no debía hacerlo, con lo cual deja de cumplir su rol propio y el juez de comportarse como tal. Una magistratura es activista cuando ejerce impropiamente sus funciones al trasgredir los poderes que se le han conferido, con ello, modifica sus competencias y, así, la distribución de tareas estatales.
De este modo, en el caso de un tribunal colegiado (como lo es la Corte Suprema) el activismo acontecería en su obrar; es decir, en sus decisiones como órgano, y no en las que individualmente proponga adoptar alguno de sus integrantes. El error jurídico no constitutivo de decisión institucional no puede ser considerado como activismo judicial.
Tampoco basta que una particular interpretación legal sea considerada como incorrecta por el campo jurídico; pues aquello acontece día a día en todos los tribunales. Es más, el ordenamiento jurídico habilita precisamente esa hipótesis: interpretaciones individuales disidentes expresadas en sentencias de tribunales colegiados o sentencias que corrigen, a través de recursos procesales, las decisiones de otros jueces que se consideran erradas.
Entonces, el solo hecho de crear derecho, de considerar implícita o explícitamente razones de justicia o eficiencia, el alcance general de una decisión o la consideración institucional de un error en la interpretación de la ley no bastan para determinar la existencia de activismo judicial. Tampoco lo es el parecer individual de un juez integrante de un tribunal colegiado: la competencia corresponde al órgano, no a sus integrantes.
Según estas consideraciones, muchos casos tachados de “activismo judicial” de la Corte Suprema difícilmente pueden ser considerados tal, pues el propio texto constitucional vigente le entrega una competencia que la obliga permanentemente a pronunciarse -con ilimitados efectos- sobre cuestiones políticas relevantes. Dicha competencia es la denominada “acción de protección” cuyas debilidades y disfuncionalidades han sido largamente analizadas por la literatura nacional[5].
¿Resulta razonable que la máxima magistratura del país conozca -¡como una instancia más! – de cualquier tipo de acción u omisión de órganos estatales e, incluso, de particulares? ¿Resulta deseable que en esa sede pueda adoptar todo tipo de medida innominada? ¿Resulta adecuado que se le permita, por lo anterior, definir o moldear políticas públicas? ¿Resulta aceptable que, ante el largo parálisis del sistema político en responder exigencias sociales, estas lleguen -en esa sede- a ser conocidas por la Corte Suprema? Respondería cada una de esas preguntas con una negativa. En efecto, creo que no resulta razonable, deseable, adecuado ni aceptable que los jueces adopten ese tipo de definiciones, pues no son quienes están en la mejor posición institucional para ello o no cuentan con la suficiente legitimación democrática en dichos asuntos. Lo anterior exige que sus competencias deban ser refinadamente delimitadas, para situarlas en su genuino rol: producir una aceptable uniformidad en la interpretación legal. Pero lo anterior no acontece[6], entre otras razones, porque existe la acción de protección y los jueces, por mandato constitucional, deben resolver cada asunto que conozcan. En otros términos, uno de los grandes problemas de nuestra institucionalidad judicial está en esa acción, que desvirtúa el rol casacional de la Corte Suprema, al obligarla a conocer de un número irracional de casos, como juez de instancia, y al entregarle poderes prácticamente ilimitados, sin más directrices normativas…¡que su propio autoacordado!.
En este contexto, los órganos del sistema político que, en democracia, deberían responder las exigencias ciudadanas evidencian cierta parálisis, con lo cual aquellas llegan hasta la máxima corte a través de una acción con tantas deficiencias. La Corte Suprema, cuando resuelve en sede de protección difícilmente puede ser considerada activista: el ordenamiento jurídico la habilita -precisamente- a hacer, prácticamente, lo que desee. Esto no es razonable.
Lo anterior son solo algunas de las deficiencias institucionales-estructurales que, hace tiempo se debaten desde la academia jurídica. De hecho, la lista es posible extenderla, lo cual demuestra el carácter contradictorio del conjunto de atribuciones que se le encomiendan a la máxima magistratura. Así, por ejemplo, las deficiencias del recurso de casación en el fondo, la desnaturalización del recurso de queja, la inadecuada articulación de su control sobre los tribunales ambientales y el de libre competencia, su participación en la formación de las leyes y en los nombramientos judiciales, su institucionalmente compleja revisión de la interpretación de la legalidad administrativa que realiza la Contraloría General de la República, como la administración o gestión del servicio de justicia. Lo anterior, en un contexto de sobrecarga de casos a resolver, que hace prácticamente imposible el estudio detenido que permite determinar la mejor aplicación o elaboración de criterios jurisprudenciales.
Como puede verse, centrar el debate en juicios de reproche sobre prácticas que no pueden sino generarse por la configuración institucional existente, no solo evade el debate académico sobre la materia, sino que también aquel sobre las urgentes reformas que requiere el sistema político, en general, y la organización de quienes desempeñan la función jurisdiccional, en particular. En contextos de retrocesos democráticos que preocupan a la comunidad jurídica internacional, asumir estos debates con rigor no solo es una exigencia de integridad intelectual, sino de genuino compromiso democrático.
[1] Kim Lane Scheppele (2018), “Autocratic Legalism”, The University of Chicago Law Review, vol. 85, pp. 545-583. Fabio de Sa e Silva (2024), “Autocratic Legalism 2.0: Insights from a Global Collaborative Reserch Project”, VRÜ Verfassung und Recht in Übersee, vol. 55, pp. 419-440.
[2] Luís Pereira Coutinho, Massimo La Torre y Steven D. Smith, Judicial Activism. An Interdisciplinary Approach to the American and European Experiences, SPRINGER, 2015.
[3] Fabio Pulido-Ortiz, “Activismo judicial”, Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad, núm. 27, pp. 217.235.
[4] José Francisco García y Sergio Verdugo, Activismo judicial en Chile. ¿Hacia el gobierno de los jueces?, Ediciones Libertad y Desarrollo, Santiago, 2013. Sobre este libro, ver el agudo comentario de Christian Viera, publicado en el vol. 12, n° 2, de la revista “Estudios Constitucionales”. Viviana Ponce de León y Pablo Soto (ed.), El Tribunal Constitucional Frente al Proceso Constituyente. Ensayos críticos sobre su jurisprudencia y sus prácticas, Thomson Reuters, Santiago, 2021.
[5] Andrés Bordalí (2006), “El recurso de protección entre exigencias de urgencia y seguridad jurídica”, Revista de Derecho (Valdivia), vol. XIX, n° 2, pp. 205-228. Jorge Larroucau (2019), “La expansión procesal de la protección de derechos fundamentales en Chile”, Revista de Derecho Privado, n° 37, pp. 249-282.
[6] En esta materia, los estudios de Alejandro Vergara constituyen una demostración clara.