Los bienes pueden dividirse en nuestra legislación, en cuatro grandes grupos. En primer lugar, nos encontramos con los llamados bienes comunes, esto es, aquellos que la naturaleza ha hecho comunes a todas las personas. Se caracterizan por ser inapropiables e incomerciables. En segundo lugar, tenemos los bienes nacionales de uso público, que son aquellos que pertenecen a toda la Nación. Dentro de esta categoría encontramos el mar adyacente, las playas, las aguas, las calles, las plazas, los caminos públicos y los puentes, entre otros. En tercer lugar, encontramos los bienes del Estado o bienes fiscales. Se trata de bienes patrimoniales de la administración, sujetos a un régimen general de protección basado en su inembargabilidad. Finalmente, tenemos los bienes privados, es decir aquellos susceptibles de apropiación por parte de los particulares, y que en nuestro derecho representan la regla general. (Cordero, Dominio público, bienes públicos y bienes nacionales, 2019)
Como se aprecia, en nuestra legislación los comunes, entendidos como bienes no excluibles pero rivales, y que van más allá de las categorías descritas, no forman parte de una categoría autónoma e independiente. Así, por ejemplo, nos encontramos con comunes -o actividades asociadas a ellos- que pueden estar sujetos a normas de derecho privado, como es el caso de la recolección de frutos. Otros comunes son bienes nacionales de uso público, como el agua. Y otros pueden formar parte o desarrollarse en bienes de patrimonio del Estado. En cada caso, se aplican normas distintas, con fines también diferentes e incluso contrapuestos entre sí. Este hecho ha impedido la existencia de una mirada más comprensiva sobre el territorio, favoreciendo la dispersión y la fragmentación de la regulación y los sistemas de gobernanza.
Por otro lado, y en términos de los principios democracia ambiental y participación, existen algunos problemas importantes. En efecto la normativa, y en particular los mecanismos de gobernanza se caracterizan por su excesiva centralización. La participación de las comunidades suele ser incidental, o dentro de los marcos establecidos por la regulación sectorial, la cual no siempre dispone de instancias que permiten una real vinculación entre las necesidades territoriales y el cuidado de los comunes. Existen sin embargo experiencias interesantes que permiten matizar esta conclusión, como es el caso de las ECMPO, y a nivel normativo, la ley marco de cambio climático, la cual incorpora una serie de instrumentos de gestión y de planes sectoriales que aspiran de algún modo a generar instancias de gobernanza policéntrica, entre otros.
¿Por qué esto es importante? Los comunes, como es el caso de los bienes y actividades mencionadas más arriba, suelen ser el sustento de numerosas comunidades a lo largo del país, en especial en zonas costeras. No obstante, su existencia es muy precaria, sea por situaciones de despojo o apropiación privada, o bien, por los efectos que el cambio climático está generando en amplias zonas del territorio nacional (sequias, incendios forestales, olas de calor, etc.)
En este sentido, el actual marco regulatorio carece de una aproximación que reconozca esta realidad. Esta ausencia ha favorecido por ejemplo, la privatización de la costa, por medio de proyectos inmobiliarios altamente invasivos, o bien, la autorización de actividades industriales o extractivas contaminantes, sin que las comunidades hayan contado con la posibilidad real de incidir en este tipo de iniciativas, afectando con ello la gestión de los bienes que perciben como comunes.
Una forma de solucionar este tipo de problemas, pasar por reconocer la existencia de los comunes, como una categoría jurídicamente autónoma y relevante, junto con establecer los mecanismos constitucionales necesarios para su protección y aseguramiento. Pero sobre todo, supone la necesidad de garantizar que las comunidades puedan participar de forma más activa en la definición de las estrategias de desarrollo que se definan a nivel local, regional o nacional.