Durante siglos, los juicios civiles se han construido sobre la palabra humana. Testigos que recuerdan —o creen recordar— lo que vieron; jueces que los escuchan; y abogados que intentan desacreditarlos.
Pero algo está cambiando: los testigos del futuro ya no son personas, sino objetos.
Nuestros relojes inteligentes registran el pulso exacto de nuestras emociones. Los teléfonos saben dónde estábamos, a qué hora y cuánto nos movimos. Los autos guardan cada frenada y cada aceleración. Las cámaras y sensores del barrio ven lo que nosotros no vimos.
Todo eso —datos, registros, sensores— conforma lo que se llama Internet de las Cosas: un mundo sensorizado donde los hechos se registran por múltiples dispositivos, sin la memoria selectiva ni el cansancio que suele caracterizar a los testigos humanos.
En ese futuro inmediato, cuando alguien diga “yo no estuve allí”, bastará revisar el GPS del auto, el registro del portón eléctrico o el historial del reloj inteligente. La verdad dejará de depender del testimonio humano para apoyarse en las máquinas.
El problema no es la prueba, sino el grado de conocimiento del juez
Sin embargo, hay un problema grave: el sistema judicial, particularmente la justicia civil, sigue siendo del siglo XIX. Es decir, nuestros códigos procesales fueron escritos cuando la prueba más moderna era una carta manuscrita y la confesión era imbatible.
Hoy, el juez debe enfrentarse a registros que demuestran hechos, pero no pura y simplemente, si no que para establecerlos judicialmente hay que desenmarañar algoritmos, reconocer sensores y acceder a nubes de datos. Y, siendo sinceros, la mayoría no sabe cómo enfrentar esa realidad ni nunca lo sabrá, porque no es su rol.
El juez, que antes debía analizar la credibilidad del testigo, ahora debe confiar en el informe de un perito que le explica qué dicen los datos del dispositivo. Pero si el juez no entiende cómo funcionan, ni cómo perciben la realidad esos aparatos, ni cómo la registran, ¿cómo puede evaluar si el perito tiene razón? Ante estas circunstancias, al juez solo le cabe renunciar a su criterio y hacer un acto de fe de lo que diga el experto, porque no tiene otra opción, porque no tiene herramientas para refutar nada de lo que le digan.
Así, el juicio deja de ser un espacio donde el juez determina los hechos, para transformarse en uno donde los hechos vienen ya determinados por los técnicos. El juez deja de ser quien juzga y pasa a ser quien santifica el informe pericial, pues carece de elementos que le permitan cuestionarlo.
La justicia mediada por los peritos
Lo preocupante no es solo que los jueces dependan de los expertos, sino que no estén en condiciones de examinar críticamente su labor. No saben si se interpretó bien los datos que arrojó un algoritmo, si un sensor fue manipulado bajo los criterios técnicos comúnmente aceptados o si un software descansa sobre sesgos ocultos.
En ese escenario la realidad queda completamente mediada por los peritos, y el juez se limita a creer o no creer, pero sin los elementos de juicio que le permitan decantarse racionalmente por una u otra alternativa.
Por supuesto, se podría apostar por que la contraparte aporte también un informe pericial de un profesional destacado, pero eso tampoco ayuda al juez, pues solo vería a dos contradictores. Incluso se podría llamar a un tercer perito para que incline la balanza en uno u otro favor, pero eso no es más que someter a votación la verdad.
Un cambio que exige aprender a leer procedimientos técnicos
La solución no pasa por pedir que los jueces se vuelvan ingenieros, pero sí por reconocer que ya no basta con saber de leyes. La justicia del siglo XXI necesita jueces y profesionales del Derecho capaces de entender —aunque sea en lo esencial— cómo se genera y se valida una prueba digital.
Deben aprender a leer metodologías, a preguntar por la cadena de custodia, por la integridad de los datos y por los estándares técnicos que garantizan la fiabilidad del informe que le presentan. Y eso pasa por conocer sobre normas técnicas.
Por supuesto que el desafío es monumental. El testigo del futuro inmediato puede ser un sensor, un GPS o un dispositivo médico, y todos ellos relatarán con precisión cómo ocurrieron los hechos. Y hablarán a través de los peritos.
Los jueces, entonces, deberán aprender a conocer las normas técnicas que les permitan saber si los peritos procedieron correctamente, o aceptar la derrota y admitir que el establecimiento de los hechos será labor de otros.
En definitiva, debemos cambiar pronto no solo para que la justicia siga siendo racional y justa, sino también para que los datos, más que sustituir la verdad, la iluminen.