En las Jornadas de Derecho Público que en 2015 organizó la Universidad de Valparaíso, presenté una ponencia sobre los limites de la reforma constitucional a propósito del proceso constituyente que ese año había anunciado la expresidenta Michelle Bachelet, que finalmente no tuvo materialización normativa relevante ni resultados en la germinación de una nueva constitución.
En aquella oportunidad me preguntaba si es que el poder constituyente que se pretendía ejercer tenía límites; si estos límites serían formales y/o materiales; a la vez, si eran controlables, quizás justiciables y qué rol cumplía el Tribunal Constitucional frente al control de la reforma constitucional previsto en el artículo 93, numeral tercero, de la Constitución Política de la República.
Tras una revisión bibliográfica nacional y comparada, análisis de las normas relacionadas y de la reducida jurisprudencia del Tribunal Constitucional, así como de jurisprudencia interamericana y algún caso de un país vecino, concluimos que en la Constitución no encontrábamos límites materiales justiciables, ni explícitos ni implícitos, que los únicos límites que son objeto de control por parte del Tribunal Constitucional son los límites formales que establece el capítulo XV del texto constitucional.
Cinco años después, nos encontramos en un proceso constituyente con nuevas reglas al tenor de lo prescrito en la Ley 21.200 y en la Ley 21.221, ambas de reforma constitucional, a raíz del conocido Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución de 2019.
La potestad de reformar la constitución (poder constituyente reformista o derivado) existe desde tempano en la historia de Chile. El reglamento constitucional de 1812 fue el primer texto que admitió el hecho de ser modificado, en tanto en el artículo XXVII (el último) señalaba que los pueblos de Chile podrían manifestar “ulteriores resoluciones de un modo más solemne”. Fue también el primero que incluyó el germen de una cláusula pétrea (inmodificable) respecto que la religión católica siempre sería la religión oficial del Estado.
Ya en la Constitución de 1818 (la primera llamada así) se otorga la competencia al senado para “limitar, añadir y enmendar esta Constitución provisoria, según lo exijan las circunstancias” (artículo V). En la de 1822, se requería “expresa orden de los pueblos, manifestada solemnemente a sus representantes”. En la de 1823 se reconoce como la “constitución permanente del Estado”, que no podía ser derogada o suspendida por el Senado ni con el voto de la Cámara Nacional (artículo 275). La Carta de 1828 remitía su reforma a una Gran Convención para 1836, que no llegó a celebrarse puesto que la Constitución de 1833 se adelantó, incluyendo un mecanismo de reforma constitucional, ya en propiedad, con una ritualidad expresamente descrita. La Constitución de 1925 recogió un mecanismo similar, sin más límites que los formales o procedimentales, incorporando por primera vez la posibilidad de consultar a la ciudadanía a través de un plebiscito.
La Constitución de 1980 siguió la misma senda que la carta anterior, de límites de procedimiento y eventual consulta popular, pero no fue sino hasta 2019, mediante la Ley 21.200 que incorporó por primera vez límites materiales, incluso fuentes formales del Derecho, tradicionalmente infraconstitucionales, que actuaban como fronteras del poder constituyente derivado.
Por más de doscientos años de historia republicana, el poder constituyente derivado o reformista no había tenido más límites que los procedimentales, y si acaso algunos notables académicos como Alejandro Silva (QEPD) sostenían límites materiales implícitos, como el republicanismo o los derechos humanos.
De su lado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a través de su controversial ejercicio hermenéutico conocido como el “control de convencionalidad” había sostenido que el poder constituyente tiene como límite no solo los tratados internacionales de derechos humanos, sino también lo que la Corte ha dicho de ellos en su jurisprudencia, introduciendo por vía pretoriana el límite de la fuente formal del precedente, cuestión ajena a nuestro sistema de fuentes. Sin embargo, aún no ha existido un caso en nuestro medio donde estas interpretaciones podrían haber salido al ruedo.
Así fue como la Ley 21.200 rompió con esta tradición en que un texto constitucional solo fijaba los procedimientos de reforma, pero no lo que no podía ser modificado. Como casos excepcionales se enseñaban en las aulas de Derecho Constitucional las cláusulas pétreas o inmutables de las constituciones alemana e italiana, para hoy ser nuestra Constitución un ejemplo de ellas.
En efecto, la norma contenida en el artículo 4º de la Constitución de 1980 (“Chile es una república democrática”) no podrá ser modificada. Quizás reformulada en su expresión literal, pero no en su contenido.
Nunca un poder constituyente había estado tan limitado como el que consta en el párrafo segundo del último capítulo de la Carta actualmente vigente y que está en curso actualmente. Desde luego para algunos podrá ser una expresión de seguridad jurídica frente a expresiones políticas poco mesuradas, lo que no quita que, para otros, implique un grado de frustración elevado respecto de las expectativas que sobre él se han generado.
El muy célebre constitucionalista Ignacio de Otto, escribió en 1987 que la Constitución española de 1978 era ilegal. En efecto, ilegal porque cambiaba las normas que se referían al mecanismo para su generación, pero entiende que la validez de la constitución naciente no podía derivar de las normas sobre la generación de la constitución puesto que esta aspiraba a ser una ruptura con el ordenamiento anterior. Esa ilegalidad respecto del antiguo régimen no la hacía ilícita a la luz del nuevo orden, puesto que eso era lo que pretendía esa constitución que estaba habilitada por la norma de generación de la constitución.
La dificultad se reporta al sumar los límites materiales puesto que no solo abren un ámbito de control y eventual justiciabilidad ulterior manteniendo vigente a ese efecto los textos orgánicamente derogados, sino que admiten que el intérprete futuro los dote de contenido para evaluar la juridicidad de la generación del texto constitucional.
Esta es, en definitiva, la paradoja del poder constituyente derivado y limitado; un poder constituyente reformista que espera romper con un régimen que, si bien le dio vida y le permitió germinar, a la vez limitó su extensión con los límites explícitos en la norma sobre el cambio constitucional.
Estos límites se habrán de verificar en el ejercicio de la convención constitucional para evaluar su eficacia, pero la academia y los servidores públicos necesitan reflexionar sobre estos límites para facilitar un proceso constituyente y modular las perspectivas y prospectivas. En nuestras próximas columnas analizaremos los límites materiales de la eventual nueva constitución, su control y su justiciabilidad.