Aunque lejos de la atención mediática, el acuerdo de la Comisión Experta constitucional incluye algunas normas dirigidas a la administración pública que vale la pena tomar en consideración.
El nuevo artículo 16.9, del Capítulo de Derechos y Libertades Fundamentales, consagra:
“El derecho a un trato digno, deferente, transparente, oportuno y objetivo, por parte de los órganos de la Administración.
Las prestaciones de los órganos del Estado serán eficaces, oportunas y no discriminatorias.
Las decisiones que emanan de la Administración serán debidamente fundadas e impugnables en conformidad a lo que establece la Constitución y la ley.
El ejercicio de los poderes correctivos y sancionadores administrativos estará sometido a criterios de legalidad, eficacia, proporcionalidad e igualdad ante la ley”.
La ley determinará las condiciones para que el procedimiento administrativo asegure las adecuadas garantías a las personas”.
Lo primero que llama la atención es la técnica de redacción de la norma. El uso prolífico de adjetivos genéricos con fuerza expansiva denota una pretensión de ampliar garantías para los administrados (y, correlativamente, obligaciones para la administración). Pero al mismo tiempo, la indeterminación conceptual de estos adjetivos genera dudas sobre sus efectos. ¿Pueden alterar el panorama normativo vigente, modificar tendencias jurisprudenciales o conducir a la inconstitucionalidad leyes reguladoras de la administración?
Algunos de los incisos de esta norma parecen claramente inocuos.
El inciso primero, relativo al tipo de trato que deben prestar los órganos administrativos, no parece alterar en nada el panorama normativo vigente. Los derechos a un trato digno, la objetividad y la transparencia ya tienen robusto respaldo legislativo, y parecen poco sensibles a vaivenes políticos.
Igualmente inocuo parece el inciso final que se limita a delegar a la ley la “determinación de las condiciones” bajo las cuales el procedimiento administrativo cautelará “las adecuadas garantías de las personas”. Está regla incurre en una autonegación de su propio valor: no será la Constitución sino la ley la que determinará la esfera de protección de los particulares en el procedimiento administrativo; misión que el amplio listado de garantías de la Ley 19.880 ya cumple.
Al contrario de las reglas precitadas, los incisos intermedios de la norma merecen un examen más detenido.
Cabe observar el inciso segundo de la regla, que asegura que “[l]as prestaciones de los órganos del Estado serán eficaces, oportunas y no discriminatorias”. Sin perjuicio de su aparente inocencia política (la comunidad tiende a comulgar con el postulado) la regla puede acarrear consecuencias prácticas significativas.
Ante todo, el uso de la fórmula verbal “serán” —y no otra de orden finalista—puede interpretarse en términos expansivos. La cláusula indica un estado de cosas actual, adjetivando las prestaciones estatales de forma específica. Este tipo de redacción hace posible que sea entendida como garantía invocable por cualquier sujeto involucrado en una relación con la administración que estime que una prestación no es eficaz, oportuna o no discriminatoria. En buenas cuentas, la fórmula “serán” puede mutar en un “deberán ser”: la cautela de esa garantía tenderá generar obligaciones para la administración.
Ahora bien, ¿qué implica esta garantía? No es una conclusión determinable a priori. Será el legislador y, sobre todo, los jueces, quienes deberán calificarlo. Y en esto último recae justamente el peligro: la cláusula puede implicar que los jueces se entiendan habilitados para obligar a la administración a realizar determinadas prestaciones y a sancionar su ejecución “ineficaz” o “inoportuna”.
Tal peligro no parece infundado a la luz de los desarrollos recientes de la jurisprudencia. A través del recurso de protección, y sin cláusula expresa, la Corte Suprema ha desplegado una jurisprudencia tendiente a obligar al Estado a financiar medicamentos de alto costo, aun en contra de criterios legislativos expresos.
Asimismo, en materia de responsabilidad del Estado, se ha tendido a exigir el cumplimiento de resultados (en materia policial o educacional) a partir, justamente, de discursos relativos a la eficacia. Este estándar es problemático, en la medida que no tiene en cuenta las particularidades institucionales y carece de una disciplina rigurosa relativa al entendimiento de la noción de eficacia.
Es de esperar que una regla constitucional explícita en tal sentido valide y potencie estas tendencias, que se han probado problemáticas para la administración de las finanzas públicas.
En seguida, la regla establece un principio general de impugnabilidad y motivación de las decisiones administrativas. En principio, la norma parece irrelevante, atendiendo a la consagración legislativa y el desarrollo progresivo de la impugnabilidad de los actos administrativos y al amplio reconocimiento de la motivación como requisito de los actos.
No obstante, dos especificidades pueden suscitar discusiones. Primero, la norma se limita a subrayar la impugnabilidad de las “decisiones”, dejando de lado otro tipo de actuaciones no decisorias (e incluso omisiones) cuya impugnación es también importante[1]. En seguida, el uso del adverbio “debidamente” parece abrir un espacio a los jueces para aumentar indiscriminadamente las exigencias de motivación de los actos.
Finalmente, la regla prevé la constitucionalización del derecho administrativo sancionador. Esto tiene sin duda una dimensión valiosa: la constitucionalización de las sanciones administrativas hace imposible, por descarte, negar su constitucionalidad. Por su parte, la consagración de un principio de “eficacia” apunta a un paradigma funcionalista deseado por la doctrina especializada[2], que otorga valor a su operación práctica.
Sin embargo, el reconocimiento amplio y genérico de la proporcionalidad puede conducir a efectos contrarios. Se trata de un principio limitador de la actuación sancionatoria, que presupone una visión restrictiva de los poderes del Estado.
La norma, de tal modo, parece incurrir en una contradicción de principio. Mientras el reconocimiento de la eficacia propende a aterrizar el análisis de las normas sancionatorias conforme a su efecto práctico, la proporcionalidad, en cuanto principio radicalmente liberal, tiende a limitarlo en abstracto. Se reflejan, así, dos ideales políticos contradictorios, que parecen constitutivos de lo que Schmitt denominaba “fórmulas dilatorias”: “una fórmula que satisfaga todas las exigencias contradictorias y deje indecisa en una expresión anfibiológica la cuestión litigiosa misma”[3]; cuyo efecto es generalmente nulo: “no existe en realidad otra voluntad que la de no tener provisionalmente voluntad ninguna”[4]. Aunque poco prolijas desde una perspectiva estrictamente lógico-normativa, este tipo de fórmulas pueden ser útiles, en la medida que su único efecto es postergar discusiones para el diálogo legislativo y la actuación administrativa.
Ahora bien, sin perjuicio de su posible inocuidad, no puede descartarse su utilización oblicua por parte de litigantes ingeniosos que consigan convencer a jueces de interpretarla en uno u otro sentido. Como explica Schmitt, las fórmulas dilatorias, aunque en rigor indefinidas, suelen ser empleadas con “preocupada pedantería”[5] con el supuesto propósito de descubrir la “verdadera voluntad” que ocultan. Esta posibilidad puede dar pie la distorsión del propio principio de eficacia, viéndolo no como promoción sino como límite de la actuación administrativa (la jurisprudencia sobre decaimiento del procedimiento administrativo sancionador surte un ejemplo[6]) ¿Es realmente necesario este riesgo? Indudablemente, el derecho administrativo moderno requiere herramientas para consolidar su eficacia. Las Constituciones pueden auxiliar esa tarea, pero también entorpecerla. La expansión indiscriminada de garantías judicialmente exigibles por los particulares arriesga obstaculizar estas labores. Lamentablemente, y sin perjuicio de la posible inocuidad de varias de las reglas, la norma aprobada por la Subcomisión parece seguir esta línea.
[1] Véase, por ejemplo, Alejandro Huergo, “Un contencioso-administrativo sin recursos ni actividad impugnada”, Revista de Administración Pública, Nº 189, 2012.
[2] Por ejemplo, véase Raúl Letelier, “Garantías penales y sanciones administrativas”, Polít. Crim., vol. 12, Nº 24, 2017.
[3] Carl Schmitt, Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza, 2011, p. 69.
[4] Carl Schmitt, Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza, 2011, p. 72.
[5] Carl Schmitt, Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza, 2011, p. 72.
[6] José Miguel Valdivia y Tomás Blake, “El decaimiento del procedimiento administrativo sancionatorio ante el derecho administrativo”, Estudios Públicos, Nº 138, 2015.