Es una afirmación obvia decir que el derecho se vale del lenguaje para transmitir sus preceptos normativos. Por esta razón, la interpretación jurídica suele ocupar un lugar central en toda discusión que trate de determinar cuál es el alcance de las disposiciones legales. Con todo, en esta materia pueden darse diferencias importantes entre el sentido que tienen los conceptos que emplea el derecho, si se contrasta su uso en el habla cotidiana y el significado que el sistema jurídico les atribuye. Quizás el ejemplo más gráfico sea el sentido que se da al término esposa o esposo, ampliamente usado de modo coloquial para designar a quienes se encuentran unidos en matrimonio, mientras que en el lenguaje de nuestro Código Civil (“CC”) es una expresión que se reserva para quienes han celebrado los esponsales y, por ende, todavía no son cónyuges.
El legislador en esta materia actúa como lo hacía Humpty Dumpty en su conversación con Alicia, pudiendo alejarse del sentido natural y obvio de una palabra o concepto para dotarlo de un significado propio, legal, de aplicación preferente (art. 20 del CC). En cierta forma, esta solución expresa un cierto orden de prelación el propio sistema jurídico, donde su autocomprensión y coherencia interna ocupan lugares preferentes ante otros valores, como ocurre con el efectivo conocimiento de las normas por sus destinatarios. Así, este lenguaje especial que crea el derecho y del cual depende la correcta aplicación de sus disposiciones prevalece ante cualquier otra forma de comprensión de las palabras.
La definición acerca de cuándo nos encontramos en presencia de un matrimonio, o de un contrato nos obliga a revisar la normativa aplicable, que define precisamente qué se entenderá por tal en cada ordenamiento jurídico. Así, independientemente de nuestros valores o convicciones personales, no podríamos llegar a considerar legalmente que la unión estable entre un hombre y una mujer, abierta a la procreación, sea un matrimonio en el sentido que el ordenamiento jurídico chileno entiende esta institución, si la misma se encuentra desprovista de una determinada forma destinada a resguardar la libertad del consentimiento de los cónyuges. En términos prácticos, por más que podamos estar de acuerdo en que esa unión puede desarrollar todos los fines del matrimonio en cuanto bien humano básico, deberíamos en último reconocer que falta en ella un elemento consustancial a su entendimiento como tal por el derecho chileno, en términos que nos obliga a calificarla como una institución diversa, la convivencia de hecho o concubinato.
Sin embargo, existen casos en que este problema resultará especialmente difícil de resolver. Es lo que ocurre en el derecho internacional privado, por sus propias características. Así, uno de los métodos a los cuales recurre esta disciplina para abordar las cuestiones que se suscitan con ocasión de las relaciones jurídico privadas que presentan elementos internacionales relevantes es el método conflictual o indirecto, que opera a través de la denominada norma de conflicto. Pues bien, esta norma no tiene por objeto reglar una conducta, disponiendo las consecuencias jurídicas que traerá aparejadas, sino que tiene un carácter competencial, cuyo sentido es definir para todos los operadores jurídicos del foro cuál será el derecho llamado a gobernar esa relación jurídica. En esos términos, se podría calificar como una regla de carácter secundario, pues se encuentra referida a otras reglas, que declara competentes para regir un conflicto, y que en consecuencia permite la apertura del sistema jurídico en cuestión a la recepción de normas que pertenecen a otro.
Esta es una cuestión que puede ocasionar problemas, si consideramos que el sentido de los conceptos jurídicos está definido por el propio derecho. Si la relación jurídica tiene vínculos sólo con el ordenamiento jurídico chileno, la solución sería simple, pues es éste el derecho que la regirá en forma exclusiva. Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando esta relación tiene sus conexiones más relevantes con un ordenamiento, a la vez que debe ser resuelta por un juez de un foro distinto. ¿Qué concepción de matrimonio deberá prevalecer en un caso como ese, aquella que prevé la lex causae o la que considera la lex fori? El derecho internacional privado trata de resolver esta disyuntiva, proporcionando al interprete dos soluciones: si el intérprete califica jurídicamente la institución conforme con los requisitos de su propio ordenamiento jurídico, se dice que efectúa una calificación conforme con los criterios de la lex fori; mientras que, si entiende la institución en cuestión conforme con los criterios establecidos en aquella ley con la que tiene una mayor proximidad, se dice que la calificación se efectúa conforme con los criterios de la lex causae.
En el primer caso, el intérprete estaría resguardando la forma en que su propio derecho entiende la cuestión jurídica controvertida, en desmedro del carácter internacional de la relación jurídica en cuestión; mientras que, en el segundo, estaría dando una aplicación a las normas legales extranjeras más coherente con las reglas declaradas por su propio sistema como más próximas para gobernar la relación, pero lo haría sacrificando la propia comprensión que su sistema tiene de esa institución. Aunque suene como una cuestión teórica, lo cierto es que nuestra jurisprudencia ha debido afrontar los problemas de calificación, en soluciones que han dado lugar a resultados muy diversos.
Un primer caso que sirve para ilustrar este conflicto se falló por la Excma. Corte Suprema el 14 de diciembre de 1992. En él, se ejerció la acción de petición de herencia al momento de fallecer un ciudadano chino, quien se encontraba domiciliado en Chile, por parte de su presunto hijo nacido en China y de su cónyuge china. De acuerdo con la legislación chilena vigente en aquella época, para que un descendiente tuviera derechos en la herencia del causante era preciso que este tuviera la calidad (jurídica) de hijo legítimo, lo cual, a su vez, dependía de la existencia de un matrimonio entre sus padres. En el caso en cuestión, el presunto hijo nacido en China, el año 1926, alegó tener la calidad de hijo legítimo de don Enrique Joo Yau, por haber sus padres celebrado su matrimonio de conformidad con las normas rituales vigentes en China el año 1913. Lo mismo hizo su cónyuge supérstite china, quien reclamó los derechos vigentes en la legislación chilena de la época fundada en la existencia del mismo matrimonio.
Pues bien, en este caso, la Excma. Corte dictó sentencia de casación, que invalidó el fallo de alzada y en su lugar rechazó la demanda. Para ello, el máximo tribunal del país tuvo en especial consideración la comprensión que el derecho chileno tiene acerca de qué es el matrimonio, como institución de carácter solemne. De esta forma, un matrimonio celebrado por medio de un mero acto de carácter ritual –sin quede constancia en ningún registro público, agregaríamos– falla en un elemento consustancial a la comprensión del matrimonio conforme con las reglas del derecho nacional, según se expresa en el artículo 102 del Código Civil y, por ende, no puede ser calificado como matrimonio de acuerdo con el derecho chileno. Como consecuencia de lo anterior, en el caso no existe cónyuge, ni hijo legítimo, que pudieran reclamar la herencia del causante, debiendo rechazarse la petición de herencia.
Como bien se puede advertir, la Excma. Corte efectuó en el caso en cuestión una calificación del matrimonio acorde con las reglas de la lex fori y definió como un elemento indispensable la solemnidad para concluir que nos encontrarnos en presencia de un matrimonio, que pueda ser calificado como tal por un juez chileno. “En consecuencia, los ritos, las costumbres, los convencionalismos no pueden ser considerados fuentes del matrimonio, cualquiera que sea el valor que se les asigne en el país de origen” concluyó nuestro máximo tribunal. Y como en toda decisión que efectúa una calificación acorde con la lex fori, la Excma. Corte se encargó de identificar los valores que permiten privilegiar esta aproximación, exponiendo que la existencia de la formalidad es la manera de resguardar la efectiva existencia de un consentimiento libre y espontaneo por parte de los contrayentes, al tiempo que además protegía el orden público familiar chileno. Sin embargo, estos mismos elementos destacados en la sentencia son los que permitirían cuestionar la conveniencia de aplicar una aproximación tan marcadamente legeforista, como la seguida en el caso en cuestión.
En efecto, en lo que corresponde al primer elemento –la importancia de la formalidad en la celebración del matrimonio– ni siquiera es necesario efectuar un profundo estudio de derecho comparado para advertir que la exigencia de la forma es más bien un accidente dentro de la regulación matrimonial: en este sentido, bien cabe destacar que la existencia de un matrimonio solemne en el derecho occidental retrotrae sus orígenes a las legislaciones dictadas con motivo de la reforma protestante –cuando las autoridades civiles debieron hacerse cargo de una materia hasta ese momento regulada por la autoridad eclesiástica– y de la contrarreforma católica –con el decreto Tametsi–; así como el hecho que no siempre la exigencia de esa formalidad tenía por función resguardar la libertad de los contrayentes. Por el contrario, lo que se buscaba era dotar a un sacramento como el matrimonio de una medida de publicidad, que evitara tanto las discusiones acerca de los tiempos verbales usados en el perfeccionamiento de la unión, como impedir que los hijos de familia pudiesen contraer matrimonio sin contar con el asenso paterno. En el caso del derecho chileno esa solución es tan evidente, que nuestro Código Civil hasta el año 2022 mantuvo esta institución, cuya infracción estaba asociada a penas civiles en lugar de la nulidad del matrimonio, acorde con el modelo de relación entre el poder real y eclesiástico propio del ámbito hispánico recogido, en su antecedente histórico más inmediato, en la pragmática de Carlos III.
Por otra parte, en lo que corresponde a la segunda cuestión planteada, bien cabe preguntarse acerca de las posibles transgresiones que existen al orden público familiar en un caso como el planteado. Por lo pronto, en esta materia ha existido una evolución en la forma como los propios ordenamientos jurídicos entienden sus instituciones en el ámbito familiar, que en la práctica ha implicado que el derecho de familia deje de comprenderse como la “sede de los particularismos nacionales”, para abrazar una concepción más amplia, fundada en la protección de las personas y sus realidades familiares en un contexto transfronterizo. En este sentido, son tan perjudiciales las consecuencias que se siguen del desconocimiento de un matrimonio o de un vínculo de filiación, que los propios ordenamientos jurídicos han reservado la aplicación de las cláusulas de orden público a aquellos casos en que las uniones extranjeras resultan especialmente reprobables, por involucrar la afectación de derechos fundamentales de las personas involucradas. Por el contrario, el orden público familiar actualmente tiende a evitar que el mero hecho de traspasar una frontera implique el desconocimiento de un matrimonio, pues se entiende que ello atenta en contra de la protección de la vida familiar y del derecho a contraer matrimonio.
En la práctica, un buen ejemplo de lo anterior lo revela lo planteado por la propia Corte en su fallo, acerca del posible reconocimiento por parte del derecho chileno de un matrimonio múltiple. La Excma. Corte en principio lo descarta, pues lo considera un elemento que “introduce un factor de desquiciamiento de la constitución de la familia dentro de la concepción judeocristiana que inspira nuestra legislación sobre la materia.” Aunque compartimos en parte esa afirmación, creemos importante introducir ciertos límites. En efecto, nos parece plenamente aplicable, cuando se trata de un matrimonio actualmente existente, en relación con el cual se solicita su reconocimiento, pues ello no sólo iría en contra de nuestra comprensión del matrimonio como institución que sólo puede involucrar a dos personas, sino que además implicaría perpetuar una situación de discriminación en contra de la mujer, debido a la preeminencia de la poligamia en este tipo de uniones. Sin embargo, es dudoso que pueda decirse lo mismo si esa unión ya terminó, y se trata, por ejemplo, de determinar cuál de las cónyuges tiene derechos en la sucesión de su marido. En este último caso, volver hacia el orden público familiar puede terminar por perpetuar una segunda discriminación en contra de la mujer, en este caso al momento de impedirle invocar su matrimonio para efectos de que se le reconozcan ciertos derechos contemplados por la legislación nacional.
Problemas como los descritos son bastante habituales, pues se refieren al sentido que debe atribuirse a las instituciones previstas en dos ordenamientos jurídicos que dialogarán a partir de la aplicación de las normas de conflicto. Y en la medida que continuemos dentro del ámbito del método conflictual, es de esperarse que estas divergencias subsistan, precisamente debido a las diferencias culturales que se expresan en los distintos ordenamientos jurídicos. En este caso, la cuestión debatida resultaba especialmente gráfica, pues todos tenemos algún entendimiento acerca de qué es un matrimonio y de la importancia de su protección. Pero ello no siempre es así. Más aún, muchas veces esos problemas no involucren interrogantes valorativas de la misma intensidad, sino que se refieren más bien a cuestiones técnicas de comprensión jurídica de una determinada institución. Por nuestra parte, consideramos que, para identificar la existencia de las divergencias y su carácter real o aparente, así como las consecuencias que tendrá su reconocimiento, será indispensable contar con ciertas herramientas mínimas de derecho comparado. Por esa razón, la próxima columna expondrá la importancia que tiene el método comparado en la identificación y solución de los problemas involucrados en la calificación jurídica.