26-04-2024
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La prescripción es una forma de olvido: Capítulo V

La carretera seguía pasando bajo el automóvil a combustión y se aproximaban a la capital. Abrió un poco la ventanilla del auto y entró el viento. La sensación le recordó cuando hacía muchos años, iba en un bus camino a un pueblo en el sur. Era verano y había tomado un bus de acercamiento rural luego de un viaje largo en otro bus interprovincial.

Viajó toda la noche. Incómodo en un asiento viejo apenas pudo dormir. Cuando amaneció estaban llegando al sur, a una ciudad que era la capital regional. Los vidrios del bus a esa hora tenían gotas por dentro que iban cayendo desde el tope de la ventana. Hacía calor y había un ambiente de encierro pesado y lento.

Recuerda que fue salir de ese bus y sentir el golpe de una ráfaga de aire en la cara que le despertó. El aire del sur es distinto. Y se fue en el segundo bus que iba lento por un camino de tierra y de barro con las ventanas abiertas permitiendo que el aire entrara implacable, frío sobre los pasajeros.

Pensó que, entre ese día en el pasado y este día en el presente, el aire del sur había desaparecido. No existió en el mundo el aire frío del sur mientras se encontraba olvidado. No había frío no había bus ni viaje si este no se recordaba.

El pasado es tan inestable como el futuro. Por eso, en tanto juez, había tenido que enfrentar muchas veces las discusiones sobre hechos del pasado en las personas no se ponían de acuerdo. El pasado depende de nuestros recuerdos y si no podemos organizarlos si no podemos articularlos de algún modo simplemente desaparece.

Se desvanece la realidad cada vez que se separa de las palabras que se usan para hablar de ella. Esta idea, según la cual, la experiencia humana muestra que olvidamos explicaba lo que los abogados llaman “la prescripción”. Prescribir es una manera de defender la fragilidad de nuestros pensamientos.

Recuerda que cuando comenzaba la facultad comenzaron a derogarse las reglas sobre prescripción. Primero por los muchos casos de delitos sexuales en que las víctimas no podían denunciar por el trauma que los hechos podían causar. No podía justificarse que el tiempo para decir el horror pudiera el mismo que teníamos disponible para hablar de cualquier cosa.

Después de eso, la urgencia por condenar se hizo cada día más intensa y las reglas que suponían una renuncia al pasado se fueron derogando. Año tras año se fue instalando una inercia punitiva en que nadie merecía perdón y menos aún ser olvidado. Toda conducta que permitiera poner en duda que el mal había tenido lugar o que las intuiciones sobre el castigo podían construirse sobre escenarios, a veces, poco fiables fue proscrita.

El silencio se apoderó de las críticas.

Probablemente el fenómeno se debía en parte a los grandes caudales de datos que en algún momento definieron a la vida social. La civilización se había lanzado en una carrera casi desesperada por producir información. Cada persona tenía rápidamente a disposición cantidades ingentes de datos, documentos, fotos, sonidos. Ya nadie recordaba ni podía saber con claridad todo aquello que conocía.

La gente, durante algunos años, consideraba que los tribunales y los jueces eran solo un mecanismo de confirmación de sus intuiciones, una vía más menos lenta para conseguir condenas. El coto vedado de la autotutela fue poco a poco carcomiendo al formalismo de los juicios. Se fue reemplazando primero con funas. Allí donde la justicia fallaba porque se quedaba atada a la incertidumbre como obstáculo para ofrecer un cierto tipo de verdad, aparecían actos más menos estridentes, más o menos articulados y más o menos justificados por temas diversos que consistían en apuntar con el dedo acusador al culpable que estaba escapando.

Esto pasaba en redes sociales. De alguna manera lo que constituía una condena era el rechazo del algoritmo repetitivo que surgía de las redes. Un condenado no era sólo alguien que era encerrado tras unos barrotes sino alguien que estaba impedido de interactuar, con sus cuentas suspendidas u obligado a pedir permiso para casi todo. Todos estábamos vigilados pero los condenados tenían una vigilancia orientada al castigo, a la separación.

Con el paso de las décadas, las sentencias de los tribunales dejaron de tener importancia porque aún cuando lo que dijera la mayoría en red fuera falso, o fuera injustificado, las sentencias de los tribunales del país que decretaban que el castigo debía cesar, y por ejemplo, ciertas publicaciones debían quitarse de la red, ni siquiera se podían notificar porque las empresas dueñas de las redes, no existían físicamente en ninguna parte.

El derecho del trabajo era el derecho de cientos de miles de contratos de adhesión en aplicaciones por las cuales la gente accedía a realizar labores a cambio de dinero. El dinero, por supuesto, no era física, era una unidad etérea que se depositaba y contabilizaba en cuentas virtuales. Las garantías de los trabajadores eran acuerdos transnacionales definidos por quienes podían redactar las cláusulas del contrato de adhesión. La libertad asumida era que podías no contratar o contratar con otro.

Antes de que los académicos pudieran reflexionar, publicar un artículo, o un libro, las cortes transnacionales eran ya programas de inteligencia artificial que estaban diseñadas para recibir reclamos de los usuarios de cada red. Los jueces humanos de esas cortes simplemente mantenían el sistema con ciertos protocolos de cuidado que hace años, venían diseñados por otras máquinas.

Y no era que sólo se bloqueara una cuenta en una red, sino que luego la gente perdía su trabajo, sus amigos y su pareja conforme con los dictados de la funa mayoritaria.

En la escuela judicial le enseñaron que el argumento de la adhesión argumentativa, tenido por poco explicativo o anti racional hacía unos años, disputaba firmemente el terreno de las razones con la verdad en sentido empírico. Entonces, si mucha gente pensaba que algo era verdad, y si mucha gente repetía, persistentemente algo, o le ponía like a algo, eso podía volverse de cierta forma un dato relevante. Lo que había en verdad sucedido, lo que podía corroborarse o no estaba casi al mismo nivel de lo que la gente creía que era cierto. La imaginación colectiva en forma de adhesión en red fue desplazando a la verdad.

Todos creían que las experiencias estaban almacenadas y eran accesibles. Porque hace muchos años todo el mundo documentaba cada cosa con fotos que quedaban guardadas en nubes y los mensajes se podían recuperar casi siempre. La gente empezó a creer que el olvido era algo a lo que se podían resistir con sus artefactos.

Antes, el derecho transparentaba el olvido. De un modo brusco porque suponía directamente que aún los eventos más desagradables y traumáticos pueden olvidarse. Y como el sistema de enjuiciamiento estaba construido sobre la pretensión de conocimiento preciso del caso para “decir el derecho”, claro, pasado demasiado tiempo, olvidados los hechos, no podía juzgarse con confianza o seguridad.

Pero esto suponía que los traumas que hacían callar generaban olvido. Suponía que el tiempo pasaba para todos igual y que después de cierto tiempo ya no podía contarse con un mínimo nivel de evidencia fiable. La vida se iba entre las manos de la humanidad y ésta se comprometía con su limitación. Intentó recordar el teléfono de su última novia y no pudo. Sólo recordó su nombre y claro, él le indicaba al teléfono que la llamara, pero no marcó su número en un teclado nunca. 

La humanidad había quedado atrás el día en que renunció al olvido y confió en sistemas de almacenamiento que excedían a las personas. Todo claro, si es que no se borraban, todo claro si es que había electricidad. La crisis en la que estaba parecía apuntar directamente a esta bisagra de los tiempos que corrían: un borrado masivo nos dejaba sin razonamiento.

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Escrito por

Abogado, Doctor en Derecho Universidad de Girona, Profesor Asociado de Derecho Procesal en la Universidad de Chile e Investigador Asociado de la Cátedra de Cultura Jurídica de la Universidad de Girona.