La ley N° 21.634 que “modernizó” la ley N° 19.886 denominada “Ley de Bases sobre Contratos Administrativos de Suministro y Prestación de Servicios” (en adelante, LBCA) ha asentado una transformación relevante en el Derecho administrativo chileno. En efecto, una vez que entre en vigencia en su integridad habrá aquilatado definitivamente una lenta pero progresiva mutación de la noción de contrato administrativo. El cambio es tan profundo, que exige una reconstrucción dogmática de la noción y su expresión procedimental y organizativa.
La idea de mutación jurídica evoca el fenómeno que acontece cuando una misma expresión ha dejado de significar lo mismo y hace referencia a algo distinto, aunque se mantengan ciertos aspectos de continuidad. El lenguaje técnico que ocupan los juristas (en este caso, los administrativistas), tal como el lenguaje corriente, opera en la realidad social y, por lo mismo, los cambios que aquella experimenta impactan necesariamente en su configuración y funcionalidad institucionalizada. Ello explica que los profundos cambios de la sociedad chilena en los últimos años hayan, lenta pero progresivamente, transformado la noción de contrato administrativo, hasta su síntesis definitiva en la ley N° 21.634.
En breve, la noción tradicional de contrato administrativo -bien asentada en nuestra doctrina- ha dejado de explicar la actividad que la administración pública chilena despliega cuando decide adquirir bienes y servicios en el mercado. De hecho, la idea de “contrato” resulta demasiado estrecha y se hace necesario acudir a la idea de “actividad contractual”, tal como lo proponen Elisenda Malaret y Xavier Padrós.
La noción tradicional, en el caso chileno, es expresión del proceso de autonomización de la idea de contrato administrativo de su símil del derecho privado, tal como lo explicó en su momento Enrique Silva Cimma. En nuestro caso, su genealogía se remonta a fuentes doctrinales francesas que sistematizaron la jurisprudencia del Consejo de Estado; en concreto, la teorización elaborada por Gaston Jèze en 1925.
Lo que caracteriza al contrato administrativo -en su primer momento- es constituirse en un instrumento formal de una actividad instrumental. En otros términos, se trata de un instrumento a disposición de la administración para acceder a bienes o servicios que le permitan realizar sus tareas propias de concreción del interés general. En este contexto, el objetivo mediato de la actividad administrativa sirvió de explicación de su autonomización, pues se constituyó en el fundamento de las potestades exorbitantes de la administración contratante, las cuales lo distinguía claramente de los contratos privados.
Esta elaboración dogmática fue funcional, tanto de la autonomización de la categoría jurídica, como del Derecho administrativo en sí, en tanto disciplina. Y aunque domina las construcciones doctrinales nacionales, ha dejado de explicar lo que la administración hace cuando contrata. Esto es así, pues la implementación de políticas y estrategias públicas mediante la contratación pública ha adquirido un renovado protagonismo, tanto práctico como estrictamente jurídico.
Dicho fenómeno tuvo un nuevo y trascendental impulso por el Derecho de la Unión Europea, el cual irradió a los derechos administrativos de sus países miembros, hasta asentar una nueva comprensión de esta noción. En efecto, la contratación pública ha sido uno de los sectores más fuertemente influenciado por el denominado fenómeno de “europeización” del Derecho administrativo. En suma, aunque este proceso cuenta con ciertos antecedentes previos, entre los cuales destaca la experiencia norteamericana, danesa e interesantes innovaciones africanas, sin dudas la influencia europea ha sido protagónica, cuestión claramente identificable en Chile.
El fenómeno nacional se ha desarrollado principalmente a través de tres vías que se potenciaron entre sí: en primer lugar, mediante sucesivas y progresivas reformas legales a la LBCA y su reglamento; lo cual fue, en segundo lugar, asentado y desarrollado por la jurisprudencia administrativa, judicial y constitucional; mientras que, en tercer término, la Dirección de Compras y Contratación Pública, a través de sus llamadas “directivas de contratación”, elaboraba un soft law que ha disciplinado eficaz y constantemente la actividad administrativa contractual. En este proceso, el contrato administrativo ha dejado de ser un mero instrumento de aprovisionamiento, para convertirse en una actividad a través de la cual se consiguen los objetivos propios de la administración, mediante el diseño e implementación de políticas y estrategias públicas de contratación. Así, progresivamente las administraciones públicas fueron promoviendo -mediante sus contratos- la protección de los derechos laborales, individuales y colectivos, como la negociación colectiva, la igualdad de género, la inclusión social, la sustentabilidad ambiental, la equidad territorial y la cohesión social.
Ese fenómeno se asienta definitivamente en la ley 21.634, la cual constituye un punto cúlmine y decisivo en la mutación del contrato administrativo en Chile. En efecto, el nuevo artículo 2 bis de la LBCA dispone los fines que persigue la contratación pública, señala que busca tanto “satisfacer oportunamente las necesidades de las instituciones públicas y de la ciudadanía”, como la promoción de “la participación de empresas de menor tamaño y la incorporación de manera transversal de criterios de sustentabilidad para contribuir al desarrollo económico, social y ambiental”.
Lo anterior adquiere una concreción propia en las licitaciones públicas, pues de conformidad a las redacciones que se incorporan al artículo 6 de la LBCA, los órganos estatales regidos por esta ley podrán establecer “criterios complementarios a la evaluación técnica y económica”, los cuales pueden tener por finalidad el impulso del acceso de empresas de economía social, o que promuevan la igualdad de género o los liderazgos de mujeres dentro de su estructura organizacional o que impulsen la participación de grupos subrepresentados en la economía nacional. Esta mutación también se expresa en los denominados “procedimientos especiales de contratación” (i. e. la compra ágil, la compra por cotización, el convenio marco, los contratos para la innovación, el diálogo competitivo de innovación, la subasta inversa electrónica, los “otros procedimientos especiales de contratación” y la contratación directa con publicidad). Del mismo modo, se aprecia en facilidades que se otorgan a ciertos oferentes en licitaciones públicas respecto a la garantía de cumplimiento del contrato como en los planes anuales de compras y contrataciones que deben elaborar las instituciones públicas sujetas a la LBCA. En suma, se le ofrece a la administración un abanico de opciones de actuación para el diseño e implementación de políticas y estrategias más amplias.
La mutación jurídica no solo se expresa en la comprensión de la contratación pública en la LBCA y su procedimentalización, sino que también en su dimensión organizativa. En efecto, la Dirección de Compras y Contratación Pública se constituirá en el gran órgano rector de la actividad contractual, entre otros elementos, mediante la atribución de nuevas potestades; mientras que -paralelamente- se crea un nuevo organismo, el Comité de Compras Públicas de Innovación y Sustentabilidad cuyo rol asesor debiera potenciar la efectividad del sistema de contratación.
Evidentemente, la nueva legislación requerirá importantes esfuerzos presupuestarios y organizaciones para su adecuada implementación, así como el compromiso político con sus objetivos por parte de quienes lo lideren. Pero, al menos desde una perspectiva interna o jurídica, todo este nuevo diseño de la LBCA impide comprender el contrato administrativo tal y como se hacía antes. El desafío de aquilatar su nuevo encaje dogmático debiera ocupar a nuestra doctrina en los años que vienen. El desafío de su teorización también. Es de esperar que así sea.