La semana pasada, junto a un grupo de siete estudiantes del semillero de derecho ambiental de la Universidad Finis Terrae, emprendimos rumbo al IV Congreso de Estudiantes de Derecho Ambiental, organizado por la Universidad de Valparaíso y la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. En esta instancia se presentaron ponencias de alto nivel académico sobre temas tan relevantes como la protección de los glaciares, la instalación de plantas desalinizadoras, la conservación del patrimonio natural y cultural, entre otros desafíos ambientales que hoy marcan la agenda nacional e internacional.
A simple vista, podría parecer un congreso más dentro del calendario universitario. Pero sería un error mirarlo superficialmente. Lo que ahí ocurrió da cuenta de una nueva forma de hacer universidad, y de una generación de estudiantes que, lejos de limitarse al cumplimiento de su malla curricular, está asumiendo un rol activo en la defensa del medio ambiente. Lo están haciendo con compromiso, con investigación, con diálogo interdisciplinario, y también con organización y participación.
Los problemas asociados al cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la transición ecológica son realidades que requieren respuestas complejas. Y esas respuestas no vendrán solo desde una disciplina. Es así como los estudiantes que hoy integran semilleros y grupos de investigación en derecho ambiental están incorporando el lenguajes de la química, biología, arquitectura, sociología, geología. Están comprendiendo que los problemas socioambientales no se resuelven desde una sola perspectiva, y están formándose como abogados y abogadas con una mirada abierta.
En este contexto, los semilleros de derecho ambiental son mucho más que espacios extracurriculares. Son laboratorios de ciudadanía activa y de formación profesional integral. Fomentan la participación, el pensamiento crítico, la vinculación con comunidades y territorios. Nos recuerdan que el derecho ambiental no es un nicho reservado para especialistas, sino un campo vital para la justicia, la equidad intergeneracional y el cumplimiento de compromisos internacionales como el Acuerdo de Escazú.
Las universidades tenemos el deber de abrirnos a estas iniciativas. No solo porque enriquecen la vida académica, sino porque preparan a nuestros estudiantes para un mundo que exige compromiso, conocimiento y acción. Quienes participan en estos semilleros no solo adquieren una experiencia adicional: desarrollan una visión distintiva que los prepara para liderar los desafíos del siglo XXI.
El Papa Francisco nos recuerda en Laudato Si’ que “todo está conectado: los problemas sociales y ambientales forman parte de una misma realidad” y nos llama a una “conversión ecológica” que transforme nuestros estilos de vida.
En ese espíritu, los semilleros de derecho ambiental están poniendo en práctica esta llamada: tejen redes de diálogo interdisciplinario, impulsan proyectos de investigación y promueven la participación activa de comunidades y universidades.
Ahora más que nunca es imprescindible respaldar estos espacios: ellos cultivan en los estudiantes la conciencia, el compromiso y las herramientas necesarias para enfrentar la crisis socioambiental.