21-11-2024
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Sobre la digitalización de nuestra vida y su regulación

Desde marzo de 2020, con la llegada de la pandemia y las consecuenciales medidas de limitación en el desplazamiento aplicables, el paradigma sobre como trabajar, comprar e incluso compartir con nuestros amigos ha cambiado radicalmente. De esta manera, el impedimento de asistir presencialmente a comprar al supermercado ha hecho de plataformas como Cornershop o Uber Eats, servicios de primera necesidad para comprar nuestros enseres más básicos. La forma de trabajar cambió de manera absoluta y las empresas se vieron forzadas a acelerar la digitalización de sus procesos, de manera de seguir prestando sus servicios y al mismo tiempo proteger a sus colaboradores. Asimismo, al interior de nuestros hogares, la educación en sus distintos niveles se ha visto forzado a utilizar medio telemáticos para su cometido, como también ocurre cuando queremos juntarnos con nuestros familiares y amigos.

De lo anterior y en forma preliminar, podemos concluir dos cosas: Una primera es que la digitalización de nuestro diario vivir e incluso para la actividad privada y pública, es algo que llegó para quedarse, y que ya sea con motivo de la pandemia o por un nuevo modelo en la estructura de costos de las empresas, debemos asimilarlo o internalizarlo. Lo segundo es que esta nueva realidad, impondrá nuevos desafíos, por cuanto colaboradores, profesionales, funcionarios públicos, deberán mejorar las llamadas “digital skills” o habilidades digitales, de manera de interactuar de mejor forma con consumidores o usuarios.

Pero más allá de las exigencias personales ¿cómo mejoramos?, y una buena forma sería la regulación, pero una entendida no como la exigencia de un derecho a partir de una necesidad, que deriva en populismos y que cuyo resultado siempre conduce a una sobrerregulación y por ende a un desincentivo de la actividad económica en particular. Por el contrario, se necesita una que una que sea capaz de hacer colaborar al mundo privado y público.

A mi entender, la regulación para efectos de la digitalización debe enfocarse en tres etapas distintas, cada una de ellas de igual importancia, en orden de obtener un desenvolvimiento accesible, claro y seguro del mismo.  

Una primera etapa es el acceso de Internet, la cual de acuerdo a lo señalado por las últimas estadísticas de la Subsecretaría de Telecomunicaciones (SUBTEL) de marzo de este año, las conexiones a Internet en Chile, evidenciaron que a septiembre de 2020, existen 19,8 millones de conexiones móviles (3G y 4G), habiendo un aumento de 7,2% en comparación con las 18,5 millones de conexiones percibidas en igual período de 2019. Asimismo, las autoridades del sector, señalaron que el crecimiento de las conexiones fijas residenciales a Internet registrado registró en la misma época de estudio (septiembre 2020, un aumento del 9,8%, el más alto registrado desde febrero de 2016 que fue de un 10%.

Sin embargo, esta alianza encuentra detractores y precisamente es desde la regulación donde se ha querido, a partir de buenas intenciones, y con slogans como “libre acceso”, “derecho humano”, “servicio público”, se quiere consagrar el acceso a Internet y a la protección de la vida en ambientes digitales como garantía constitucional. Llama la atención, que no obstante a haber señalado el aumento del acceso a Internet en Chile (incluso así lo reconocen todas las iniciativas de ley), es necesario que Internet tenga la calificación de servicio público de telecomunicaciones para: (i) disminuir la aun existente brecha digital, en especial en regiones; y (ii) mejorar el acceso por medio del desarrollo y despliegue de las redes de servicios de telecomunicaciones. Pero ¿es este el camino correcto? En mi opinión no, por cuanto un texto constitucional (muy en boga su santificación como resolución de nuestros problemas) debe ir respaldado por un política pública pero con alianza privada, de manera de crear incentivos y no restricciones en el otorgamiento de concesiones, y la llamada inversión pública para la instalación de redes que permitan resolver el eterno problema en materia de costos de la “ultima milla” para otorgar el acceso. Asimismo, la constitución debe ser un marco para garantizar accesos a entornos digitales y no solo Internet, evitando tener un texto que pueda caer en una rápida obsolescencia producto del avance tecnológico, razón por lo cual es mejor entregar la regulación a leyes, que además son más capaces de regular desde un punto de vista más técnico la materia. Finalmente, para el tema de acceso a Internet, es importantísimo entender la naturaleza del mercado en específico, por cuanto en caso de ser considerado como un servicio público, estaría sujeto a las lógicas tarifarias de los mismo, así como las suspensiones en sus pagos en el marco de la pandemia, en circunstancias que las empresas que proveen los servicios de acceso de Internet, están insertas en un mercado muy atomizado.

Una segunda etapa en la digitalización donde la regulación puede tener un rol preponderante es la etapa de ejecución. En esta etapa destaca la forma en que deberán converger o relacionarse los distintos actores que intervienen en los procesos digitales, tales como, por ejemplo, los de consumo a propósito del comercio electrónico. Así las cosas, los proveedores deberán establecer con claridad sus roles (plataformas intermediación o Marketplace) de manera de cumplir integra y oportunamente con sus compromisos con sus clientes, quienes depositan la confianza en ellos para la continuidad y el dinamismo de la actividad. En este sentido, es conveniente destacar el reglamento de comercio electrónico elaborado por el Ministerio de Economía y que actualmente está en proceso de toma de razón de la Contraloría General de la República. Este reglamento realiza un esfuerzo (al menos el texto en consulta pública) en distinguir las distintas formas en que un proveedor participa en el entorno digital, imponiéndole obligaciones de información a consumidores (como el stock de los productos en venta), canales de comunicación, de respuestas por las compras y otros, pero al mismo tiempo diferenciando el régimen de responsabilidades de acuerdo a la naturaleza de cada uno de ellos. Por lo anterior, es importantísimo que el reglamento mantenga esa línea y no caiga en tentaciones de sobrerregulación o asimilaciones con regulaciones del entorno físico, entendiendo que los proveedores actúan en distintas etapas o en distintas funciones en el proceso productivo digital, por cuanto algunos actúan en la parte publicitaria, otros en el pago, otros en el envío, otros en cada una de ellas.

Finalmente, una tercera etapa es la protección de la digitalización y en este ámbito es importante que los consumidores o usuarios digitales puedan contar con mecanismos que les garanticen seguridad en sus distintas esferas. Un importante avance fue la entrada en vigencia de la Ley N° 21.234 que modificó la Ley 20.009 sobre limitación de responsabilidad de los usuarios de tarjetas, estableciendo obligaciones de restitución a éstos por parte de los bancos en caso de hurto, robo, extravío o fraude. Sin embargo, quedan pendientes otras regulaciones que “duermen” en nuestro Congreso como lo son los proyectos de ley de protección de datos personales y el de delitos informáticos. La necesidad subyacente de estos dos proyectos de ley (cuyas leyes vigentes datan del siglo pasado) es la atribución de nuevas herramientas para la fiscalización y persecución en caso de los delitos, así como oportunidades de competitividad para nuestras empresas en el mercado global.

Por lo señalado anteriormente, debemos contar con una regulación que establezca las bases para el desarrollo de la digitalización, de una manera tal que garantice el acceso, la protección de los distintos intervinientes y que al mismo tiempo establezca parámetros claros para efectos de sus responsabilidades.

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Escrito por

Socio Magliona Abogados, Abogado Universidad de Chile, Magister en Derecho y Nuevas Tecnologías Universidad de Chile, Diplomado Derecho Propiedad Intelectual e Industrial Pontificia Universidad Católica de Chile.