Un nuevo capítulo en la larga saga de la reforma a la justicia civil ha sido escrito. El 16 de abril, el gobierno ha anunciado -punto de prensa mediante- un veto sustitutivo por el que se proponen algunos cambios en el sistema de justicia civil en la línea de tramitación de la tan mentada reforma procesal civil.
Algunos optimistas han leído en esto una promesa efectivamente reformista, es decir, se piensa que aquí existe un plan para llevar adelante un nuevo sistema procesal civil. Ojalá así sea y se reforme de cara a la generación de un efectivo acceso a la justicia y la tutela de los derechos de todas y todos.
La lectura de las propuestas del ejecutivo nos hace tropezar con una realidad mucho menos alegre que la de las cuentas del reformismo. Durante años ha existido un debate, irónicamente determinado, por el acuerdo transversal de llevar adelante un cambio profundo en el sistema procesal civil, sin que hasta ahora se vean noticias particularmente alentadoras. El paso del tiempo se llevó por delante nuestra forma de vida, al punto que no es posible reconocer hoy sino trazos de nuestras intuiciones de hace dos años atrás.
Se terminó el tiempo del optimismo, probablemente, entre un estallido social que tensó las instituciones más allá de lo que ese esperaba y el advenimiento de un tipo de coronavirus que confinó -sin emplazamiento de por medio- a gran parte de la humanidad.
La reforma propuesta este abril de 2021 no tiene demasiadas noticias en el ámbito del cambio al procedimiento civil de cara a su más urgente problema: el acceso a la justicia. El proyecto del ejecutivo parece establecer prioridades en el orden de los cobros de créditos, en el ámbito de la mediación obligatoria y en materia de casación.
Un aspecto que debe llamarnos la atención es que en varias partes el proyecto de reforma del ejecutivo tiene dimensión “electrónica”. Se refuerza la eficiencia de los cobros de créditos y se permite que se tramiten electrónicamente estos. Se propone un “embargo electrónico” y una “subasta electrónica”. Se establece -cómo no- que existan audiencias por vía remota permitiendo que se mantenga la tendencia de los tiempos pandémicos.
Acceder a la justicia será, entonces, acceder a internet. Esto parece de perogrullo para los lectores de esta columna online. Y es una obviedad para mis hijos que crecieron en un mundo donde no se espera de una semana a otra para ver el capítulo de la serie que nos tiene cautivados.
Pero no es una obviedad en el país. Conforme ha sido sugerido, por ejemplo, por Correa y Pavez, el acceso a internet es un dato clave para esta clase de políticas y debe ser visto no sólo desde el punto de vista de su existencia nominal sino considerando además la funcionalidad que es capaz de ofrecer a los usuarios (Correa y Pavez, 2020)[1].
Es decir, la generación de una política pública que organice la actividad jurisdiccional en audiencias remotas, con embargos electrónicos y con subastas “online” debe contar con evidencia clara sobre un punto obvio: ¿existe acceso igualitario a internet en Chile?
El año 2020 y su pandemia nos mostró radicalmente que estas platitudes son particularmente ilusas: no existe acceso material a internet en todo el país y el modelo de acceso chileno es principalmente “móvil”. Esto es relevante, si existen problemas de acceso a internet y si ese acceso viene determinado por el uso de teléfonos, ¿podemos construir un sistema de justicia con embargos, subastas y audiencias online?
Si no existe acceso igualitario a internet puede no existir acceso a la justicia.
Es crucial que en este debate se tengan en cuenta las evidencias disponibles y se propongan cambios responsables. Es necesario reflexionar sobre el sentido de nuestras reglas y prácticas en torno a la administración de justicia, porque la vida no será nunca más como era y porque es urgente darnos un mecanismo de conocimiento y fallo de los asuntos civiles con alcance nacional.
[1] Puede consultarse el texto completo del trabajo en https://ijoc.org/index.php/ijoc/article/viewFile/12275/3054.