En principio, no existe nada problemático en el hecho que, en el contexto de un proceso de toma de decisiones, la opción de un determinado grupo no resulte triunfadora y termine por imponerse la voluntad de la mayoría. En una democracia, esta constituye la manera normal que tenemos para poder resolver nuestros problemas y generar cambios sociales y políticos.
Quizás lo central para comprender este punto, se relaciona con el hecho que la regla de mayoría no debe entenderse como una simple suma de voluntades, cuyo resultado sea favorable al grupo dominante en el debate, sino como una forma de conciliar el hecho que debemos vivir en comunidad, y que el desacuerdo resulta constante en sociedades que son plurales y diversas. De este modo, dicha regla busca evitar que una facción política particular, reclame para si un privilegio especial, y que pretenda con ello, imponer su posición fundada en el solo hecho de disfrutar del monopolio del poder económico o social. Esto nos lleva a una conclusión importante: en una democracia, como ningún grupo tiene derecho a imponerse sobre el otro, sino es por medio del debate y la persuasión racional, la regla en discusión, debe ser vista como la mejor forma para garantizar el derecho de todos los intervinientes a participar en condiciones de igualdad en el debate público.
Desde luego, la democracia no puede ser entendida simplemente como el gobierno de las mayorías. En efecto, las minorías deben poder participar en elecciones, formar partidos y acceder a los medios de comunicación y tener la posibilidad real de competir por el voto de los electores a fin de convertirse en mayoría. Si se dan estos supuestos, las minorías no tendrían ningún motivo plausible para cuestionar las decisiones de la mayoría, solo por el hecho de ocupar una posición minoritaria, o para argumentar que estarían sufriendo la imposición de una regla tiránica o ilegítima.
¿Qué implica esto para el caso de la Convención? Como primera cuestión, debemos considerar que ningún grupo ha sido marginado de forma sistemática de los debates constitucionales. En este aspecto, nuestro proceso constituyente difiere de forma importante de la manera en como han sido redactadas nuestras anteriores constituciones, las cuales estuvieron muy lejos de considerar la voz de todos los sectores o grupos sociales.
Por otro lado, los convencionales tienen el derecho a presentar propuestas y a que estas sean consideradas y debatidas. Es algo que hemos visto durante todas estas semanas. Cada grupo que tiene representación en la Convención, ha podido presentar indicaciones, formular observaciones, argumentar sus propuestas y votar sin exclusiones. Estas son garantías básicas que forman parte de la estructura del actual órgano constituyente (y que deben mantenerse y fortalecerse).
Finalmente, nos encontramos ante un proceso que presenta una característica que lo diferencia de la Constitución de 1980, a saber, en este caso las minorías no tienen el poder para vetar los acuerdos que alcancen las mayorías. De hecho, la ausencia de mecanismos contramayoritarios, en una Convención formada por grupos minoritarios que necesitan de un quorum alto para aprobar normas constitucionales, apunta a favorecer precisamente la existencia de acuerdos, la conformación de alianzas más o menos móviles y el respeto al principio de igualdad.
Si tomamos nota de lo anterior, entonces la consecuencia fluye con facilidad: los Convencionales que queden en posición minoritaria, no tendrían argumentos para alegar que la Constitución que surja a partir un quorum de aprobación particularmente elevado, y redactada con amplias garantías de sus derechos, sea la imposición de una tiranía. Alegar esto último sería desconocer una premisa básica del constitucionalismo: que una Constitución representa justamente un marco de entendimiento en torno a aquellos principios políticos que la mayoría de una comunidad sienta como suyos.
Fuentes:
Salgado, Constanza, “El derecho a la educación en una nueva Constitución”. En: La Constitución que queremos, editado por Jaime Basa, Juan Carlos Ferrada, Christian Viera, 213-240. Santiago de Chile: LOM Ediciones: 2019.