19-04-2024
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Hacia una democracia (más) participativa

A menudo se plantea la existencia de una dicotomía entre la democracia representativa y lo que se ha denominado “democracia participativa”, discusión que ha estado vigente, por lo menos, durante las últimas dos décadas, como una forma de visualizar la necesidad de replantear los conceptos que configuran el núcleo de la democracia como fue pensada en sus orígenes e influida también, por los cambios que ha experimentado su práctica y extensión a las más diversas realidades y contextos.

Desde fines del siglo XVIII virtualmente nada ha sido cuestionado ni modificado dentro de los conceptos y estructura de los sistemas democráticos representativos, con la excepción de los sistemas electorales, lo cual ha traído como consecuencia distintas problemáticas: sensación de crisis de representación política, inexistencia de acciones e instituciones de control desde la ciudadanía hacia los representantes, fenómenos de desconfianza, desafección y pérdida de legitimidad del modelo de democracia representativa, dada la evidente separación entre representantes y representados. Se exige de las instituciones democráticas mayor transparecia y apertura al debate público, poniendo en jaque su legitimidad. Así, surge el concepto de “democracia participativa” en la segunda mitad del siglo XX, dada la insatisfacción con el sistema representativo, el cual no ha variado sus beneficios hace décadas.

Frente a este panorama y también, como una forma de hacer frente a una eventual crisis de los sistemas democráticos, buscando mantener su vigencia, se ha planteado la transformación de la democracia, a través de la incorporación de elementos que permitan mayor participación, deliberación e involucramiento ciudadano como un complemento a la institucionalidad, generando un equilibrio adecuado entre ambas realidades, en tanto no constituyen polos opuestos. Se trata, como ha señalado Soto, de generar instituciones y acciones que permitan la “intervención de sujetos, sean ciudadanos u organizaciones, en procedimientos administrativos, legislativos o parlamentarios de interés público, pese a que la decisión definitiva sea tomada finalmente por el órgano facultado para ello” (2013, p.25-32). Esto es, sin alterar los equilibrios políticos o, entre órganos del Estado, articulando las formas clásicas del gobierno representativo con los procedimientos de democracia directa o semidirecta, de modo que se complemente o corrija la representación, sin negarla.

Así, no se busca la sustitución ni el abandono de los mecanismos representativos, si no que el reforzamiento de la comunicación entre representantes y representados, a través de procedimientos que sean complementarios. Lo anterior, no es algo nuevo, autores como Bobbio (1985) y análisis comparados (PNUD, 2014) dan cuenta de la existencia de una convivencia entre ambas fórmulas, lo que se explica por la constatación que el voto es insuficiente y no constituye un instrumento de participación propiamente tal, ya que, no es un mecanismo eficaz para influir en el proceso político, comprendiendo que se trata de ciudadanos y ciudadanas y no, meramente de electores.

Entre los beneficios de este planteamiento, se señala que ayuda a mejorar el proceso de toma de decisiones, exige repensar el concepto y procedimiento del debate público a través de una mayor y mejor interacción con las instituciones de gobierno, permite reconocer demandas sociales emergentes, disminuye la participación por vías de hecho y posibilita una mayor legitimidad a leyes y políticas públicas, así como a reformas estructurales que quisieran implementarse. Apelando de manera periódica, sistemática y vinculante a la ciudadanía, se fomenta la modernización de la democracia y se genera un mayor control de las actuaciones estatales, constituyéndose en una válvula de escape de eventuales tensiones y conflictos sociales.

De este modo, fomentando la participación ciudadana a través de una influencia real en las decisiones, es posible recuperar la confianza en el sistema y construir una democracia que logre enfrentar las vicisitudes de un contexto global, en tanto su pertinencia como sistema de gobierno no está duda. Se hace necesario la configuración de una democracia adaptable, que permita superar los cuestionamientos respecto de la legitimidad del sistema y los problemas de gobernabilidad que se evidencian en la actualidad. Por lo demás, la participación y el control desde la ciudadanía, constituyen una arista del desarrollo humano de las comunidades y países.

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Escrito por

Abogada. Magíster en Ciencias Sociales por la Universidad de la Frontera. Estudiante de Doctorado en Estado de Derecho y Gobernanza Global de la Universidad de Salamanca, España. Académica de la Escuela de Derecho de la Universidad de La Frontera.