29-03-2024
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Los mecanismos de control del Proyecto de Nueva Constitución

Para los sacerdotes del poder constituyente, la soberanía es el atributo privativo de su deidad y su característica más esencial. El Diccionario Panhispánico del Español Jurídico de la Real Academia Española, lo define como el poder originario, soberano, supremo y directo de un pueblo para constituir un Estado y darse la organización jurídica y política que más le convenga. De sus manifestaciones, la más cercana es el poder constituyente originario que se diferencia de su homónino derivado en la (in)existencia de sus límites. Ambos son capaces de generar una norma constitucional: uno -teóricamente- desde la nada y el otro desde un marco institucional con reglas (y, por lo tanto, límites) sobre la reforma constitucional previamente dispuestas.

Durante las cuatro columnas anteriores a esta, última de la serie sobre el poder constituyente y sus límites, he expresado que el contemplado en el párrafo segundo del capítulo XV la Constitución actual es el poder constituyente derivado más restringido en la historia constitucional chilena pues, por primera vez, reconoce límites materiales explícitos además de los formales que ya eran tradición.

Con la Ley 21.200 de reforma constitucional se introdujo en la Carta Fundamental un procedimiento para elaborar una Nueva Constitución Política de la República, sin embargo hizo bastante más que solo fijar reglas procesales formales pues, en el artículo 135 del actual texto constitucional, se estableció que la propuesta de la Convención Constitucional deberá respetar el carácter de República del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas y los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes.

El lector podrá revisar en las columnas previas lo que entendemos y proponemos como contenido de estos límites. En esta columna me permitiré proponer los mecanismos de control institucional que contempla el actual proceso de cambio constitucional.

El artículo 136 de la actual Constitución se refiere a una nueva acción constitucional, el Reclamo del Procedimiento Convencional (RPC) por la eventual infracción a las reglas de procedimiento aplicables a la Convención, que conocerá un Tribunal especial integrado por cinco ministros de la Corte Suprema elegidos por sorteo para cada RPC, proscribiendo el inciso final del artículo en cuestión que se interponga el RPC respecto del inciso final del artículo 135 de la Constitución.

El mismo artículo 136 señala expresamente que en ningún caso se podrá reclamar sobre el contenido de los textos en elaboración a la vez que establece categóricamente que ninguna autoridad, ni tribunal, podrán conocer acciones, reclamos o recursos vinculados con las tareas que la Constitución le asigna a la Convención, fuera de lo establecido en este artículo, estableciendo con ello, una verdadera protección a la autonomía de la Convención Constitucional.

Esta autonomía de la que goza es de tan delicada explicación como la preparación del fugu japonés o pez globo puesto que en el diseño constitucional es tan amplia que nadie puede afectarla en su trabajo pero tan restringida que no solo está limitada en lo formal sino también en el contenido de su trabajo. El exceso o el defecto en la comprensión de su autonomía puede ser tremendamente nocivo para las expectativas incluso la vida de los comensales que somos cada uno de nosotros.

El tribunal constitucional español desde inicios de los noventa ha debido malabarear con el ordenamiento europeo (no solo el de derechos humanos), el nacional y los de sus respectivas comunidades autónomas, todos los que en diversos niveles y competencias suelen superponerse. Hasta hoy existen notables juristas catedráticos que reclaman la falta de claridad de estos subsistemas jurídicos, (vid. el Informe sobre España de don Santiago Muñoz Machado). Quizás una de sus mayores dificultades es la consideración de las autonomías que otorgan diversas normas de todo nivel a variopintos órganos, nacionales, autonómicos o comunitarios. Así fue como tempranamente asentó este tribunal que la autonomía, aun cuando fuere establecida por las más altas normas internacionales, no implica que las autoridades nacionales dejen de estar sometidas al ordenamiento interno cuando actúan cumpliendo obligaciones adquiridas frente a tales organismos, pues también en estos casos siguen siendo poder público que está sujeto a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.

Algo similar ocurre con la Convención Constituyente y su actividad. La Constitución le otorga autonomía y proscribe su control ad interim, a la vez que le fija límites de orden interno (las sentencias) y externo (los tratados internacionales), incluso aquellos que han venido en llamarse “conceptos jurídicos indeterminados” como república y democracia. Al igual que en el caso español, no debe olvidarse que, por donde se mire, la Convención Constituyente está sometida a la actual Constitución que hará sobrevivir sus normas sobre la generación de la nueva Constitución tal y como escribió en 1987 Ignacio de Otto y que, desde nuestra primera columna llamamos la paradoja del poder constituyente derivado y limitado pues habilita al intérprete futuro a dotar de contenido los límites materiales para evaluar la juridicidad de la generación del texto constitucional.

Pero el intérprete de la Nueva Constitución no será el único que observará la licitud del nuevo texto pues, como ya dijimos, el artículo 136 veda que exista control de los textos en elaboración y de las tareas que la Constitución le asigna a la Convención. Por lo tanto, no habrá control sobre la tarea de elaborar el proyecto de nueva Constitución ni sobre el contenido de los textos hasta que dejen de estar en elaboración, es decir, hasta que la Convención redacte y apruebe por las dos terceras partes de sus miembros una propuesta de texto de Nueva Constitución. Lo cierto es que la Ley 21.200 y sus modificaciones establecieron, sin decirlo expresamente, un lapso de que va desde que la Convención apruebe la propuesta de texto constitucional y hasta que la ciudadanía se pronuncie sobre ella en plebiscito para que exista control sobre sus contenidos, que ya no estarán en elaboración y cuando la Convención ya habrá cumplido su cometido.

Desde luego esperamos que no sea necesario ese control, menos aún de fondo, pues de ser necesario significaría que la Convención sobrepasó sus límites que, a su vez, implicaría que violó los tratados internacionales, las sentencias firmes o estableció un modelo distinto a una república democrática. También soy consciente que, especialmente dentro de cierta facción del clero constitucional, será sacrilegio lo que sostengo y, a riesgo de ser estimado anatema, me permito esbozar dos profundas razones que refuerzan lo que he escrito, más allá de las razones formales.

Es cierto que las expectativas que se han depositado sobre la Nueva Constitución han sido desmedidas y muchas descansan en una fe ciega en que en ella se podrá solucionar y alcanzar todas las pretensiones, como si fuera suficiente escribirlas en las sinaíticas tablas de la Constitución. Sin embargo, este nuevo texto no será una Constitución suprema como los textos del constitucionalismo del siglo XIX y especialmente el XX. No tendrá a los patriarcas del positivismo para ubicarla en la cúspide de una pirámide imaginaria. Por el contrario, será supeditada sin ninguna duda por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, el ordenamiento internacional en todas sus facetas y la integración en el concierto mundial. Así pues, la Nueva Constitución será una norma más dentro de un sistema muchísimo más complejo que el que vio nacer a la Carta de 1980, y qué decir de la de 1925.

Como muestra, podemos observar que ya en el considerando 124 de la sentencia del caso Almonacid Arelllano y otros con Chile, la Corte Interamericana de Derechos Humanos estableció que si una norma de derecho interno se opone a la Convención Americana, los tratados internacionales y la interpretación que de ellos ha hecho la Corte, dicha norma nacional sería inválida desde su origen y es competencia de las autoridades internas (de todas, no solo de los jueces, dirá más adelante) declarar su antijuridicidad. Es lo que conocemos como el control de convencionalidad. Si los órganos de derecho interno no cumplen esta obligación de controlar las normas de la Nueva Constitución, Chile incurriría en un ilícito y adquiriría responsabilidad internacional.

En segundo término, desde la concepción del Estado de Derecho se ha asumido que todo poder público (y la Convención lo es) y su accionar (la propuesta de Nueva Constitución) se someten y sujetan al imperio del ordenamiento jurídico en su conjunto, tanto formal como sustancial. Así es como el artículo 6º constitucional sujeta a los órganos del Estado a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella, por lo que segregar a un órgano o a sus acciones del control jurídico es la declaración de autarquías incompatibles con un Estado de Derecho, incluso con el apellido liberal, social o democrático. El conocido “choque de trenes” que se produjo con el control por vía de recurso de protección que ejerció la Corte Suprema sobre una sentencia del Tribunal Constitucional es muestra de ello, donde la separación de poderes es solo una distribución de competencias, sin eximirlos del control jurídico.

La afirmación de la autonomía de un órgano parte de la base de la obediencia a la Constitución (si es autonomía constitucional) o al legislador (si es simplemente legislativa), pero como sea, no hay autonomía sin límites a dicha autonomía; lo demás es secesionismo jurídico en autarquías inadmisibles.

Pues bien, sentado entonces que la Constitución admite espacios temporales para el ejercicio del control jurídico sobre la propuesta de la Nueva Constitución así como el fundamento de control facultativo y necesario, debemos señalar las principales vías de control de la propuesta de Nueva Constitución, recordando que lo que se controlará no es una norma constitucional sino una que pretende transformarse en norma constitucional, por lo que sí es admisible el control jurídico previo, como actualmente lo autoriza el artículo 93 numeral 3º sobre el proyecto de reforma constitucional.

El primer mecanismo es, quizás, el imprescindible. Que la Convención Constitucional no apruebe por las dos terceras partes de sus integrantes una propuesta de nueva Constitución que vulnere sus límites, en general o en particular. Ya sea porque lo haga en pleno o por los mecanismos que el reglamento de la Convención comprenda, será la Convención Constitucional la que deberá honrar su mandato que no es voluntarista, sino que enmarcado en normas jurídicas de exigible compulsión.

El segundo mecanismo ya lo he expresado. Es el control de convencionalidad que deben efectuar los órganos internos (sin limitación competencial) y, en último término, la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Es esperable que las más altas judicaturas (como la Corte Suprema o el Tribunal Constitucional) e incluso el Congreso Nacional repriman una norma que, por ejemplo, viole un derecho humano. De no hacerlo, el afectado podrá recurrir al Sistema Interamericano de Derechos Humanos para que constriña este actuar.

El tercer mecanismo son las vías de control público ordinario o comunes, como son la acción de nulidad de Derecho Público y el recurso de protección. No existe límite formal a la actuación de la jurisdicción común para la supresión de determinadas normas que infrinjan los límites para la germinación de la Nueva Constitución.

El cuarto mecanismo es la responsabilidad internacional del Estado sobre la infracción de tratados internacionales, en tanto no solo los tratados sobre derechos humanos son límite a la Nueva Constitución, sino que todos los tratados dado que el actual artículo 135 no los distingue. Sin embargo, los tribunales internacionales serán competentes para establecer indemnizaciones de perjuicio y raramente para establecer invalidaciones sobre normas internas, salvo que el Estado de Chile consienta en ellas.

El quinto mecanismo y definitivo es la propia ciudadanía, quien a través de las urnas ejercerá la verdadera soberanía nacional para decidir si está de acuerdo con el texto que se proponga o, de rechazarlo, mantendrá la vigencia del actual texto.

Con estas cinco columnas he concluido una serie que busca dar luces sobre lo que suele omitirse porque es impopular limitar los sueños, pero espero, sinceramente, que lo que hemos explicado sea innecesario, porque de contrario, serían malos tiempos para la República.

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Abogado de la U. de Chile, magíster (c) en Derecho Público de la Universidad de Chile y postítulo en docencia universitaria de la Universidad de Santiago. Académico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Santiago, donde coordina el observatorio del proceso constituyente, profesor invitado de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Chile y socio de Zambrano & Ampuero Abogados.