El amague —posiblemente involuntario— con el que la Corte Suprema nos hizo creer, por un momento, que la confianza legítima iba a ser expulsada de su jurisprudencia en relación con el régimen a contrata[1], ofrece una excelente oportunidad para volver a reflexionar sobre este principio, que sigue siendo uno de los más controvertidos en nuestro derecho público.
Como es sabido, desde hace un par de años la situación es la siguiente: un principio no positivizado —la confianza legítima— ha dado lugar a una regla que tampoco está formalmente establecida[2], pero que, de modo sorprendente, ha conseguido derrotar otra que sí lo está, y cuya claridad y alcance son indiscutibles[3].
¿Cómo pudo ocurrir algo así?
Ante todo, resulta útil recordar que la construcción doctrinal de la confianza legítima se apoya en un principio que se encuentra en el corazón del derecho entendido como orden institucionalizado: la seguridad jurídica. En efecto, todo el sentido de configurar un sistema jurídico es coordinar la vida social, introduciendo previsibilidad en las interacciones humanas. Las disposiciones normativas funcionan precisamente así: rigen hacia el futuro para permitirnos adecuar nuestras conductas a lo que establecen y conocer —con la mayor claridad y precisión posible— cuáles serán sus efectos, así como la manera en que el poder ejercerá sus potestades.
Hasta aquí, todos estamos de acuerdo. De hecho, salvo un anarquista, nadie negaría el valor moral de vivir regido por un orden jurídico. Si asumimos que los ciudadanos somos capaces de planificar y diseñar autónoma y responsablemente nuestro propio futuro, necesitamos normas que nos permitan armonizar la vida social y resolver pacíficamente nuestras diferencias[4]. Sin embargo, el problema surge cuando esta idea se vuelve contra sí misma, esto es, cuando se utiliza, ya no para fundamentar la autoridad del derecho, sino para debilitarla.
Ahora bien, aunque este giro pueda parecernos paradójico, su influencia se ha extendido considerablemente. En el fondo late, a mi modo de ver, la pretensión de hacer prevalecer una supuesta justicia material que la “frialdad” de las formas jurídicas haría imposible en el caso concreto. Con todo, lo cierto es que la única justicia realizable —si no queremos renunciar al orden y estabilidad que el derecho nos provee— es la que se alcanza por medio de las formas jurídicas. Por ello, por más que una norma nos parezca intrínsecamente inconveniente, lo único que podemos hacer, si queremos seguir siendo fieles al orden institucional, es modificarla en el foro correspondiente. Y ese foro, conviene recordarlo, no son los Tribunales de Justicia ni la Contraloría General de la República, sino el Congreso Nacional.
En definitiva, el derecho sólo pueda alcanzar su propósito de coordinar la conducta humana en la medida en que todos —incluso quienes no comparten el contenido de una norma— reconozcan su autoridad de última palabra. Como ha repetido Andrés Rosler, el orden jurídico no es un seminario permanente: la pelota debe detenerse en algún momento y en algún lugar[5]. Y en nuestro sistema constitucional esa autoridad está depositada en las normas que emanan del legislador. Estas constituyen el marco que delimita el razonamiento al que pueden recurrir al pronunciarse los órganos jurisdiccionales y contralores. Ciertamente las leyes no siempre son claras ni su aplicación es inequívoca, pero también es verdad que, si queremos que el derecho conserve su autoridad, debemos evitar que el razonamiento jurídico se abra, en palabras de Finnis, “al flujo ilimitado del razonamiento práctico”[6]. Dicho de otro modo, en el derecho la forma es tan importante como el fondo; y tal vez más.
Como puede advertirse, no obstante haber nacido bajo el amparo de la seguridad jurídica, este principio ha acabado, en los hechos, erosionándola. Ello explica que, irónicamente, la confianza legítima haya pasado, de un tiempo a esta parte, a ser objeto de creciente desconfianza.
[1] Me refiero, por supuesto, a la comentada sentencia de la Corte Suprema, causa rol 28.295-2025, de 7 de octubre de 2025, que confirmó la sentencia de la Corte de Apelaciones de Talca, causa rol 226-2025, de 8 de julio de 2025, la cual declaró que: “La denominada “confianza legítima” carece absolutamente de consagración normativa en nuestro ordenamiento jurídico. Ni la Constitución Política de la República, ni el Estatuto Administrativo contenido en la Ley N°18.883, ni la Ley N°19.880 sobre Bases de los Procedimientos Administrativos, ni la Ley Orgánica Constitucional de Municipalidades N°18.695, contemplan disposición alguna que reconozca, configure o regule tal principio. Se trata, por tanto, de una construcción derivada de pronunciamientos administrativos de la Contraloría General de la República que, sin perjuicio de su eventual valor hermenéutico, no puede ser invocada en sede judicial como reglas decisorias litis para crear derechos subjetivos que el legislador no ha previsto expresamente” (c. 9°). Pese al revuelo que causó este pronunciamiento, con posterioridad la Corte Suprema ha mostrado que su jurisprudencia no se ha visto alterada. Al respecto, puede verse, entre otras, la sentencia causa rol 26.814-2025, de 23 de octubre de 2025.
[2] La regla que la Corte Suprema ha consolidado en su jurisprudencia puede sintetizarse así: cuando un funcionario ha prestado servicios a contrata por cinco años o más, queda amparado por el principio de confianza legítima, de modo que la Administración solo puede poner término a su vínculo mediante un sumario administrativo que motive su destitución o una calificación anual deficiente.
[3] “Los empleos a contrata durarán, como máximo, sólo hasta el 31 de diciembre de cada año y los empleados que los sirvan expirarán en sus funciones en esa fecha, por el solo ministerio de la ley, salvo que hubiere sido propuesta la prórroga con treinta días de anticipación a lo menos” (art. 10, Estatuto Administrativo. La cursiva es mía).
[4] Sobre este enfoque, puede verse, entre muchos, Raz, J., “El Estado de derecho y su virtud”, en La autoridad del derecho. Ensayos sobre derecho y moral, Coyoacán, México, D. F., 2011, pp. 265.
[5] En general, puede verse La ley es la ley. Autoridad e interpretación en la filosofía del derecho Katz, Buenos Aires, 2019, Caps. II y III. A una idea similar apunta el profesor Jaime Phillips, defensor del principio de confianza legítima, con el concepto de “decisoriedad” (La irretroactividad de la ley como decisoriedad: Una propuesta desde el derecho público chileno”, Ius et Praxis, vol. 30, 1, 2024, pp. 68 y ss.).
[6] Finnis, J., Ley Natural y Derechos Naturales, AbeledoPerrot, Buenos Aires, 2000, pp. 343, 347 y 383.